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La gira latinoamericana del Pato Donald

Walt Disney anunció su llegada a Latinoamérica con dos películas de animación: Saludos amigos, de 1942, y Los tres caballeros, de 1944. Sus estrenos —en Río de Janeiro y Ciudad de México, respectivamente— fueron hitos en la política de buena vecindad que duró una década, y que había comenzado en 1933, cuando Estados Unidos puso fin a su ocupación militar en Centroamérica. En la década de 1940, la administración Roosevelt consideraba que la colaboración hemisférica era vital para el esfuerzo bélico estadounidense. Con el auge del fascismo en la región como amenaza real (aunque exagerada), las dos películas de Disney y la misión diplomática que las acompañaba pretendían ser propaganda antinazi para el público sudamericano.  Pero la retórica panamericana se marchitó y el sueño de un Plan Marshall latinoamericano se evaporó en la posguerra. La buena vecindad dio paso a la pesadilla de la Guerra Fría en Guatemala en 1954. Hoy, parece claro que las dos películas de Disney establecieron un precedente en el que la industria cinematográfica trabajaría para justificar la intervención estadounidense en la región y en todo el mundo.

Donald
El Pato Donald suele ser el representante de Disney en asuntos políticos, al ser considerado mejor emisario que Mickey, que cada vez hacía más el papel de hombre recto ante el aventurerismo de su amigo. Disney limitó las apariciones del ratón en el escenario europeo del conflicto en parte para mantener su estatus sagrado.
La gira latinoamericana del Pato Donald

¡Saludos, amigos!

Uno de los muchos cortos animados que aparecen en Saludos amigos encuentra a Goofy (llamado Tribilín en español) vestido de gaucho, haciendo sus habituales tonterías por la Pampa argentina. La familiaridad del personaje torpe hace que la novedad del escenario sea más accesible, encarnando la buena voluntad de los vecinos que los créditos iniciales de la película entonan:

¡Saludos, América!

Ha llegado el momento

¡de ser buenos amigos!

Saludos amigos,

¡vecinos!

Ahora debemos unirnos como uno solo.

La versión estrenada en Estados Unidos no menciona «vecinos» ni insinúa ningún tipo de alianza. Despejada de matices políticos para su estreno en el país, la película recrea astutamente la «amnesia imperial» que suele caracterizar el dominio de Estados Unidos sobre la región.

La canción, al menos en sus versiones en español y portugués, hace un llamamiento explícito a las naciones latinoamericanas para que se alisten en el esfuerzo bélico estadounidense. Los créditos finales también hacen hincapié en la unidad continental: la inscripción afirma que la película se realizó gracias a «la amabilidad y la colaboración de artistas, músicos y todos nuestros amigos de toda América Latina».

Estas y otras insinuaciones delatan las motivaciones ideológicas de la expedición sudamericana de los dibujantes, que el narrador describe como una misión para descubrir material fresco y reclutar «un nuevo amigo para el Pato Donald».

El clásico ensayo de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, Para leer al Pato Donald, hizo que el «imperialismo cultural» se convirtiera en una palabra familiar con su mirada a la función ideológica del entretenimiento de Disney.

El libro, un fascinante documento del gobierno de la Unidad Popular de Allende, se centra en la oleada de historietas de Disney que inundaron América Latina en el periodo de la Guerra Fría. En uno de los casos, Donald viaja a la región andina ficticia llamada Altiplano del Abandono con la esperanza de encontrar una «cabra de oro». Dorfman y Mattelart sostienen que la búsqueda de Donald reproduce la de los conquistadores españoles por las ricas minas de Potosí.

Pero la gira de buena voluntad de Disney de 1942 tomó un rumbo diferente. Ni Bolivia ni Perú parecían importantes para los esfuerzos bélicos de los Aliados, y las escenas ambientadas en torno al lago Titicaca lo dejan claro al, según el narrador, «evitar cualquier escenario urbano, prefiriendo centrarse en los aborígenes». En la práctica, eso significa que Disney retrata la «Tierra de los Incas» a través de los ojos de «un turista americano»: concretamente, el Pato Donald.

Donald hace un esfuerzo de buena fe por relacionarse con la cultura local, pero la película sigue desplegando un provincianismo exagerado: la figura de la «chola» personifica la región, y las mujeres mestizas interpretan «melodías exóticas» y soportan el clima inhóspito en virtud de su profunda conexión con la «remota civilización inca».

Los animadores sustituyen los burros típicos de la región por las «orgullosas llamas», los verdaderos «aristócratas andinos». El narrador prioriza cuidadosamente a los animales sobre sus homólogos humanos, explicando que las criaturas son capaces de humillar a cualquier espectador «con una simple mirada».

Cruzar el lago Titicaca resulta ser una «gran aventura», y solo los indígenas parecen estar capacitados para ello. Al iniciar la travesía, los mismos indígenas «se dejan fotografiar libremente, quizá porque todavía no saben lo que es una cámara». Ignorantes de la tecnología moderna, dominan, sin embargo, el lenguaje de los animales y piden a las llamas que les ayuden a cruzar. Donald, el turista, no puede adaptarse a ese atraso y vuelve a presumir de sus avances tecnológicos. En una travesía especialmente traicionera, nos enteramos de que el andar de las llamas, al igual que el de los indígenas del altiplano, está «perfectamente adaptado al movimiento de balanceo del puente colgante».

El narrador hace hincapié en las adaptaciones de los lugareños durante todo el trayecto, pero, para el turista, solo puede ofrecer palabras de ánimo: «Mantén la cordura, la calma y trata de relajarte». Como recompensa, Donald puede visitar el mercado de cerámica y comprar artesanía regional.

Volviendo a la secuencia de acción real, los dibujantes, todos vestidos con ropa de negocios, suben a un avión mientras una procesión de cholas descalzas marcha por la puna andina con sus bebés atados a la espalda. El siguiente fotograma ofrece una vista aérea —una muestra de superioridad cultural— que brinda una instantánea de las características más destacadas de la región. Dorfman y Mattelart explican la fuerza política de representar a América Latina como un mosaico de culturas:

Seleccionando los rasgos más superficiales y singulares de cada pueblo para diferenciarlos y utilizando el folclore como medio para «dividir y conquistar» a las naciones que ocupan la misma posición de dependencia… nuestros países latinoamericanos se convierten en cubos de basura que se repintan constantemente para el placer voyeurista y orgiástico de las naciones metropolitanas.

Desde Chile —representado por «Pedrito, el avioncito»— el cuadro transporta a los espectadores a través de la cordillera andina hasta Buenos Aires. Una serie de postales muestran la «bella y moderna» capital argentina: vemos la Plaza de Mayo, el Teatro Colón y el edificio Kavanagh, el «más alto de Sudamérica» y emblema de la «tercera gran ciudad de América».

Antes la mirada del turista estadounidense se fijaba en el exotismo andino, pero ahora esos «ojos imperiales» se han vuelto mercantilistas. Se centran en las carnes a la parrilla y los vinos finos de Argentina, sellando el estatus de la nación como exportador de alimentos en la división internacional del trabajo. Como dijo el gran estadista argentino Domingo Faustino Sarmiento, las interminables extensiones de tierra de la nación se convirtieron finalmente en su mayor maldición, abriéndola a dos siglos de explotación a manos de una élite criolla terrateniente antes de convertirse en un punto turístico impulsado por la devaluación.

Los dibujantes asisten a un baile folclórico que les recuerda a los vaqueros estadounidenses, lo que sirve de telón de fondo para un «vuelo de fantasía» a Estados Unidos, donde Goofy se prepara para su papel protagonista.

La animación comienza con un cambio de vestuario —como una conversión de moneda o una traducción— en el que Goofy cambia su ropa del Oeste por un atuendo gaucho, convirtiéndose así en el «centauro de las pampas» sobre su corcel de inspiración artúrica, Bucéfalo.

Como en la anterior escena de acción real, los intereses económicos y culturales norteamericanos convergen en torno a la carne argentina, «la más deliciosa del mundo». El narrador explica que sirve de base a una «dieta rica en vitaminas y saludable» que otorga a sus consumidores un físico robusto. ¿Qué mejor candidato para un compañero de guerra —especialmente contra los nazis obsesionados con el atletismo— que estos robustos sudamericanos?

Pero la secuencia final de la escena sugiere que no habrá un amor duradero entre los dos países: al caer la noche en la Pampa, el gaucho se queda solo, cantando una vidalita tradicional al son de una guitarra que, si se mira con atención, resulta ser un tocadiscos.

La transición de la Pampa a Brasil marca un cambio brusco de tono. El avión llega a Río de Janeiro, hogar de los cariocas y del carnaval, ciudad que «supera todas las expectativas en cuanto a su pura belleza». «Indefenso ante los avances de los cariocas», aparece por primera vez José Carioca.

Aunque el loro lleva los signos externos de un Gran Senhor —un sombrero de Panamá, un paraguas que hace las veces de bastón y un puro— no presume de la riqueza de la región. Más bien, representa la increíble belleza natural de Brasil. Aquarela do Brasil resuena sobre el exuberante paisaje del país mientras cascadas, flores, pájaros y plátanos llenan la pantalla.

Anticipándose a Los tres caballeros, de 1944, Carioca y Donald se conocen e intercambian tarjetas de visita. Donald acepta la amable oferta de su nuevo amigo de ver los lugares de interés, y terminan su recorrido en un bar que ofrece cachaça, la bebida alcohólica local preferida. Solo bajo la influencia de la bebida puede Donald bailar al ritmo tropical que emana de la sala de baile de Copacabana, donde apenas se distingue la silueta de Carmen Miranda en una ventana.

Los tres caballeros

Los tres caballeros se estrenó justo cuando la Segunda Guerra Mundial se acercaba a su fin. Para entonces, los díscolos argentinos habían profesado sus simpatías por las potencias del Eje, por lo que Estados Unidos redobló sus esfuerzos en sus otros objetivos. En este largometraje, Disney celebra a los buenos vecinos del sur mientras consolida el papel de Estados Unidos como líder regional.

De nuevo, el Pato Donald es el protagonista. De hecho, suele ser el representante de Disney en asuntos políticos, como en los cortos de la época de la guerra, como Der Fuehrer’s Face (aunque a la luz del bien documentado antisemitismo de Disney, la imagen de Donald con el brazalete de la esvástica inspira malestar).

Dorfman y Mattelart observan que Donald era mejor emisario que Mickey, que cada vez hacía más el papel de hombre recto ante el aventurerismo de su amigo. De hecho, Disney limitó las apariciones del ratón en el escenario europeo del conflicto en parte para mantener su estatus sagrado. Sin embargo, Mickey ya se había convertido en un icono del conservadurismo estadounidense, una figura contraria al tipo de representaciones irónicas del totalitarismo militar que el errático Donald podría encarnar más fácilmente.

Los tres caballeros comienza cuando Donald recibe regalos de cumpleaños «de [sus] amigos sudamericanos». El primer regalo, una película que destaca las aves nativas de Sudamérica, invierte brevemente el flujo de poder del norte al sur. A medida que el documental sobre la naturaleza avanza hacia el Polo Sur, el narrador permite a Donald invertir el mapa para evitar que se ponga de cabeza: solo para garantizar la comodidad del espectador estadounidense, la película invierte la ortodoxia Norte-Sur.

La primera historia sigue a un joven pingüino que sueña con mudarse a climas más cálidos, pero Donald corta la historia cuando se apresura a abrir su segundo regalo, que contiene a su viejo amigo José Carioca.

Carioca lleva a Donald a Brasil, donde observan toda la rara avis que ofrece la selva. El narrador hace una serie de florituras verbales —«observa el pomposo y orgulloso copete del pájaro»— que recuerdan las construcciones poéticas del gran modernista latinoamericano Rubén Darío.

A medida que los dos amigos deambulan, se deslizan casi imperceptiblemente hacia la Pampa. Mientras que Disney dedicó un corto enteramente a Argentina en Saludos amigos, aquí la nación amiga del Eje recibe un tratamiento más superficial. Con reminiscencias de la secuencia andina de la película anterior, Donald y José se centran en la cultura indígena: un grupo de gauchos juega al sapo y recita frases típicas del lenguaje gauchesco. Cuando observan a un joven domando a un burro, el animal se parece sospechosamente al burro de Pinocho (1940). Este reconocimiento superficial refleja el decreciente interés de Estados Unidos por la Pampa.

Brasil, en cambio, declaró la guerra a Alemania en 1942. Aunque el presidente Getúlio Vargas se inclinó inicialmente por apoyar a las potencias del Eje, en 1944, su nación, en forma de carioca, sirve felizmente de acompañante a Donald en su gira de cumpleaños.

Brasil, por supuesto, ofrece muchas fascinaciones para el turista. Por un lado, alberga las inmensas maravillas naturales del Amazonas y sus ilimitados recursos naturales; de ahí Fordlandia, la planta de caucho amazónica que Henry Ford imaginó que se convertiría en el centro neurálgico de un imperio de fabricación de neumáticos. Por otro lado, los visitantes encuentran danzas tradicionales, frutas tropicales y todos los demás símbolos que acabaron conquistando la imaginación de Hollywood. Así, nos encontramos en Salvador de Bahía —«tierra de romances», añade Carioca—, donde Donald se queda prendado de la figura de Aurora Miranda, hermana de la más famosa Carmen.

Recordando a Fantasía, de 1940, la banda sonora cobra vida mientras una serie de instrumentos bailan al unísono con la canción de Miranda, creando un cuadro que presagia el «realismo mágico» exagerado que se convertiría en la exportación artística más famosa del continente en la década de 1960. Sin embargo, Estados Unidos mantiene su condición de líder: en una escena, los cariocas se multiplican, convirtiéndose en series de reproducciones en cadena que contrastan con la singular iconicidad de Donald.

El tercer regalo nos lleva a México, donde el gallo Panchito llena la vacante que quedó llamativamente abierta en Argentina. Presumiblemente un jalisciense, lleva traje, sombrero y espuelas, y se pone a trabajar para equipar a Donald y a Carioca para que encajen en el papel de «los tres caballeros».

 

Mientras Panchito se pone a cantar, observa: «Nadie es como nosotros» —es decir, los aliados en las Américas— y añade «donde uno lidera, los demás lo seguirán». La escena estalla entonces en un tiroteo que debió parecer de rigor en la tierra donde otro Pancho, Pancho Villa, también había logrado atraer las simpatías de algunos estadounidenses. Pero las alianzas no hacen una identidad común: mientras Carioca y Panchito rasgan sus guitarras, Donald se mantiene al margen con su bajo vertical.

Panchito se ofrece a explicar cómo «la historia de México está contenida en su bandera» y dilucida el significado del águila y la serpiente antes de ofrecer un paseo en un sarape tradicional que recuerda a la alfombra voladora orientalista.

Con una vista aérea de la Ciudad de México a sus espaldas, continúan hacia Chihuahua, donde encuentran pocos rastros de la violencia revolucionaria que puso al estado bajo el control de Pancho Villa. Cuando llegan a Veracruz, no hay señales de que Woodrow Wilson haya ordenado recientemente una ocupación estadounidense. A medida que el sarape volador entra y sale de un estado mexicano tras otro, los paisajes urbanos se revelan como fotogramas de postal.

Una vez más, Dorfman y Mattelart detectan la maniobra ideológica que hay detrás de la familiar reducción de la geografía a una postal: «La geografía se convierte en una postal y se vende como tal… Las vacaciones de los ciudadanos metropolitanos se transforman en un vehículo moderno de supremacía». Esta supremacía cultural aparece también en la secuencia de Acapulco, cuando Dora Luz reinterpreta un bolero de Agustín Lara —arquetipo de la sensibilidad mexicana moderna, según Carlos Monsiváis— en inglés para beneficio del Pato Donald.

La presencia estadounidense, que ha aparecido tácitamente a lo largo de la película, se anuncia con luces de colores al terminar. Los tres amigos miran al cielo, donde aparece «The End» en letras rojas, blancas y azules. No hay serpientes emplumadas, ni Ordem e Progresso: los personajes están unidos bajo las barras y estrellas.

Más tarde, esas letras dirán «OAS». Más tarde aún deletrearán «NAFTA» y, en algún momento futuro, tendremos nuevas letras que nombren una caricaturesca unidad panamericana.

 

Artículo de Marcela Groce - Jacobin