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Justicia ante la Operación Cóndor

En 2021 los tribunales italianos condenaron a catorce hombres por el rol que jugaron en la Operación Cóndor, campaña de terror desplegada en América Latina y respaldada por Estados Unidos. Pero hay otros muchos torturadores que viven un retiro pacífico y retrasan la justicia.

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El gobierno de Estados Unidos apoyó a varias dictaduras en Latinoamérica para combatir el comunismo. En la imagen, el dictador chileno Augusto Pinochet con Henry Kissinger, secretario de Estado de los Estados Unidos en 1976. Gobierno de Chile
Justicia ante la Operación Cóndor

En julio de 2021 concluyeron en Italia una serie de procesos contra los represores de las juntas militares latinoamericanas iniciados hace dos décadas. La investigación comenzó con la decisión del magistrado Giancarlo Capaldo de investigar las «desapariciones» de varios ciudadanos italianos durante los años 1970 y 1980 en el marco de la infame Operación Cóndor.

El trabajo preliminar del juicio duró quince años y más de veintiún militares, ministros y hasta algunos estadistas célebres tuvieron que declarar ante el tribunal. Uno de ellos fue Jorge Néstor Troccoli, residente de la provincia sureña de Salerno, convocado por haber prestado servicios como agente secreto en la inteligencia del ejército uruguayo. Hace unos años había utilizado su ciudadanía italiana para huir de Uruguay y evadir la acusación que enfrentaba por los mismos cargos en su país de origen.

En junio de 2021, seis años después de iniciados los procesos, el tribunal dictó una sentencia. Catorce de los acusados, Troccoli incluido, recibieron condenas a prisión perpetua. Pero entre los veintiún acusados, también hubo varios que murieron antes de ser juzgados. Y en América Latina y en otras partes del mundo muchos de estos criminales siguen sin condena.

La Operación Cóndor

Entender la esencia de la Operación Cóndor —también conocida como Plan Cóndor o, sobre todo en los círculos académicos, como «sistema Cóndor»— tenemos que volver sobre la turbulenta historia que definió el rumbo de América Latina en los años 1970. La victoria de la Revolución cubana, combinada con la independencia de muchos países africanos y asiáticos, había estimulado las luchas políticas y sociales en el continente. En los partidos y los movimientos de izquierda, el proceso alimentó las esperanzas de emanciparse del modelo que Estados Unidos imponía en la región, es decir, de conquistar una segunda independencia, según la letra de la famosa canción de Inti-Illimani.

Pero las esperanzas duraron poco. Mediante una serie de golpes, los militares tomaron el poder y derrocaron gobiernos democráticamente electos en todo el continente. Lo hicieron con la complicidad de las élites económicas, que siempre tuvieron mucha influencia en las esferas del poder político de América Latina, y también con la de Estados Unidos, que estaba preocupado porque las reformas de los gobiernos de izquierda podían poner en peligro sus inversiones en la región y hacer que muchos países tradicionalmente alineados con Washington pasaran a la órbita de la Unión Soviética.

Los golpes empezaron en 1964 con el de Brasil. En 1971 llegó el turno de Bolivia. Siguieron Chile y Uruguay en 1973, y después Argentina en 1976. Una vez que tomaron el poder, los militares iniciaron violentas campañas de represión contra toda forma de disenso. Las redadas contra los opositores, las detenciones arbitrarias, la tortura sistemática y las «desapariciones» fueron las medidas de las que se sirvieron las dictaduras para conservar su poder. Apuntaban contra izquierdistas, músicos, sindicalistas, estudiantes involucrados en movimientos sociales, activistas católicos y hasta personas en las que suponían arbitrariamente una inclinación marxista.

Pero nada de eso fue suficiente. Los golpes duraron más de diez años. Con la expectativa de evitar la represión, muchas personas abandonaban sus países de origen y se mudaban a otros países en los que no había habido golpe. Las policías secretas de los militares los seguían de cerca. En el otoño de 1975, para aportar a la solución de este «problema», el coronel Manuel Contreras, jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) de Chile, invitó a sus compañeros de otros países militarizados a Santiago con el fin de celebrar el Primer Encuentro de Inteligencia Nacional Interamericano, cumbre secreta que buscaba fortalecer los sistemas de seguridad de los países involucrados.

Cuando terminó la reunión, celebrada en la capital de Augusto Pinochet en noviembre de 1975, los delegados de Chile, Bolivia, Argentina, Uruguay y Paraguay firmaron un pacto que implicaba desarrollar un sistema represivo transnacional bautizado como Cóndor en honor al ave símbolo del país anfitrión. El objetivo era promover el intercambio de inteligencia vinculada a los «subversivos» entre los distintos países, mediante la creación de una institución de coordinación y una base de datos internacional calcada de la Interpol. Brasil se incorporó más tarde, en 1976, y dos años después lo hicieron Ecuador y Perú.

La reunión y el intercambio de información eran solo la primera parte del acuerdo. La segunda era operativa y promovía la realización de misiones transfronterizas con la colaboración de los servicios de inteligencia de los distintos países. Esto permitió que los agentes secretos de todas las nacionalidades empezaran a cruzar las fronteras sin ningún impedimento burocrático. Las misiones permitían que los agentes interrogaran a sus compatriotas detenidos en otro país firmante del Plan Cóndor, o incluso iniciar proceso contra supuestos disidentes respaldándose en la información de los servicios secretos locales. Los interrogatorios, que funcionaban a base de tortura, terminaban con frecuencia con la «desaparición» o con la muerte del prisionero.

La última parte del acuerdo consistía en la formación de escuadrones especiales encargados de identificar y eliminar a enemigos refugiados fuera de las fronteras de los países Cóndor, pues se suponía que podían desestabilizar los regímenes militares aun operando lejos de las costas latinoamericanas.

La complicidad de Washington

Es necesario esclarecer dos puntos.

Primero: aun si están íntimamente relacionadas, la Operación Cóndor no es equivalente a las dictaduras latinoamericanas de los años 1970 y 1980. Aunque compartan la misma lucha por verdad y justicia, una víctima de la represión dictatorial no es necesariamente una víctima del sistema Cóndor.

Además, al menos cuando uno se atiene a los hechos históricos, los documentos no prueban que la represión transnacional haya estado orquestada por Washington. Muchas veces se olvida que el Plan Cóndor duró dos gobiernos estadounidenses —Nixon-Ford primero, Carter después— que tenían enfoques muy distintos sobre los regímenes militares latinoamericanos. Siempre en nombre de la realpolitik de estilo Kissinger, el gobierno Nixon-Ford promovió y financió muchas de las dictaduras del período. Pero el gobierno de Carter adoptó una perspectiva distinta sobre los derechos humanos, y, aun si no fue muy efectiva, bastó al menos para quitar las acusaciones de comunismo de la boca de las juntas militares.

Como sea, mantener abierto el interrogante de la participación de Estados Unidos en la detención y desaparición directas de militantes no basta para exonerar a Washington de su responsabilidad en la creación y la implementación del Plan Cóndor. Washington era bien consciente de lo que sucedía, pero decidió guardar silencio. Así lo prueban muchos documentos desclasificados por los gobiernos estadounidenses desde 1999 en adelante.

La colaboración de Estados Unidos con la fundación y el sostenimiento de los regímenes militares que, desde los años 1950 en adelante, homogeneizaron políticamente a América Latina —condición clave de la emergencia del sistema Cóndor— es un hecho evidente. Se suman a esto los servicios de entrenamiento en contrainsurgencia y técnicas de tortura proveídos por la Escuela de las Américas, a la que asistieron muchos de los oficiales que crearon más tarde el sistema Cóndor.

Por último, con el fin de coordinar las acciones de los regímenes militares, el sistema Cóndor utilizó la infraestructura de comunicaciones de Estados Unidos, emplazada cerca del canal de Panamá. Washington es claramente culpable de la connivencia y del respaldo prestado al Plan Cóndor, especialmente entre 1975 y 1977. Y, sin embargo, es necesario distinguir este tipo de apoyo externo a las actividades que los Estados latinoamericanos iniciaron por su propia cuenta y las intervenciones en política exterior como el golpe de Guatemala de 1954 o la invasión de bahía de los Cochinos.

La cooperación oficial entre las dictaduras del Cono Sur vinculada específicamente con el sistema Cóndor parece haber durado alrededor de dos años y terminado a fines de 1977 o comienzos de 1978. La ruptura del pacto obedeció a dos factores. En primer lugar, el asesinato, perpetrado el 21 de septiembre de 1976 en Washington, de Orlando Letelier, diplomático chileno cercano a Salvador Allende. El crimen tuvo repercusiones importantes en las relaciones Chile-Estados Unidos y terminó impactando en todos los Estados que formaban parte del Plan Cóndor. El nuevo gobierno de Jimmy Carter presionó al régimen chileno (y a otros) para que controlaran su política represiva, y recortó la asistencia militar a las dictaduras que se negaron a cooperar.

En segundo lugar estuvo el conflicto entre Chile y Argentina de 1977, año en que ambos países endurecieron su disputa por el control del canal de Beagle, situado en el extremo sur del continente. Otros Estados aprovecharon este conflicto, que por poco no se convirtió en una confrontación bélica, para desempolvar viejos reclamos contra los países del Cono Sur. La mediación del Vaticano evitó que la crisis escalara, pero las relaciones diplomáticas entre las distintas dictaduras quedaron irreparablemente debilitadas.

Aun así, la ruptura del pacto oficial no terminó con la colaboración entre las policías políticas de los distintos países. Estas siguieron deteniendo, masacrando, torturando e intercambiando prisioneros hasta comienzos de los años 1980.

¿Justicia?

Con el paso de los años, hubo muchos juicios vinculados a los crímenes de la Operación Cóndor, la mayoría realizados en América Latina. Tan pronto como en 1978, se inició en Estados Unidos un proceso contra Michael Townley, el agente estadounidense de la DINA responsable de haber organizado, junto con terroristas anti-Castro, el ataque contra Orlando Letelier. Pero hasta el momento, Italia es el único país fuera de las Américas en haber realizado un juicio expresamente vinculado con el plan Cóndor.

Todavía falta justicia. Muchos de los perpetradores de la violencia murieron sin haber pagado por sus crímenes, en parte debido a la fragilidad de la mayoría de las transiciones democráticas de América Latina, y una gran cantidad de oficiales terminaron sus carreras militares mucho tiempo después de que las dictaduras hubieron terminado. Otros emigraron para evadir los juicios. Igualmente cierto es que nunca nadie respondió ante ningún tribunal por haber promovido y financiado los golpes de Estado desde el extranjero, es decir, por haber respaldado el asesinato de miles de personas y la colaboración entre los dictadores. Un nombre vale por todos: Henry Kissinger, que ganó el premio Nobel en diciembre de 1973, después de haber organizado meticulosamente el colapso del gobierno de Allende en Chile y creado las condiciones de un golpe que costó miles de vidas.

Teniendo en cuenta todo esto, la realización de un juicio vinculado a la Operación Cóndor en Italia no es más que una gota de justicia en un océano de víctimas. Pero no por eso es menos importante. Pues Jorge Néstor Troccoli es el primer torturador arrestado, juzgado y condenado fuera de las Américas. La esperanza está puesta en que esta sentencia se convierta en el punto de partida de nuevos juicios contra otros torturadores que siguen viviendo tranquilamente en el país, lejos de las escenas de los crímenes que cometieron.

Es el caso de Carlos Luis Malatto, oficial militar argentino acusado de torturar y asesinar a decenas de personas que hoy goza de un retiro pacífico en Sicilia. O Don Franco Reverberi, también argentino, excapellán militar identificado por muchas víctimas como el cura que asistía a los soldados durante las sesiones de tortura. Todavía vive —y celebra la misa— en un pueblo de la provincia de Parma.

Pasaron cuarenta años, pero hoy más que nunca debemos seguir luchando por la justicia que merece cada una de las víctimas de la represión. Esa justicia no respeta fronteras geográficas ni políticas y debe avivar la memoria de lo que sucedió más allá de América Latina, incluso entre aquellos que no sufrieron la represión en carne propia. El 9 de julio de 2021 un tribunal italiano dio el primer paso. Las esperanzas están puestas en que este juicio sea solo el primero hasta que caiga el muro de impunidad y la omertà que rodea hace tanto tiempo todos estos crímenes.

 

Artículo de Víctor Ruggierojacobinlat.com