Frente a la inflación (y la deflación): autonomía y racionamiento
Estamos en época de triajes, de elegir la solución menos mala. Construir autonomía es salirse del marco, al tiempo que pensar en un racionamiento es consciente del contexto actual, apunta hacia cambios radicales e implica una redistribución social de bienes decrecientes.
La inflación se dispara en un contexto de sostenimiento de la demanda con una reducción de la producción. Este escenario, que ya estamos viviendo, está espoleado de manera estructural por la crisis energética y material. Por ejemplo, hemos atravesado el pico del petróleo global, el momento de máxima disponibilidad, y hay problemas muy importantes en la UE para sostener el consumo de gas. Esto influye en el resto de la economía, pues simplemente no hay actividad económica sin consumo energético y, más en concreto, un consumo centrado en los combustibles fósiles, entre los que el petróleo es central, no en vano de él depende todo el sistema de transporte.
Pero no nos obnubilemos por el presente, pues es probable que la inflación de paso a una deflación, más propia y coadyuvante de la crisis económica. Para el capitalismo, un contexto deflacionario es mucho peor que uno inflacionario.
En el segundo, se devalúa el valor del dinero, por lo que se incentiva su inversión. En cambio, en el primero el dinero gana poder adquisitivo con el tiempo sin necesidad de invertirlo, lo que hace que la economía se paralice, pues es más rentable, o por lo menos seguro, dejarlo quieto. Además, mientras la inflación vuelve más fácilmente pagables las deudas, pues estas se van devaluando, la deflación produce lo contrario, con lo que el problema de las grandes burbujas de deuda se agudiza. En tercer lugar, en la medida en que la deflación tiende a reducir la producción, se pierde infraestructura ya construida que, en desuso, se va degradando. Este es un factor que contribuye a la pérdida de la economía de escala para muchas empresas. Otro determinante es la reducción de la producción (de la demanda) por debajo de un umbral.
Por delante tenemos una importante reducción del consumo, que arrastrará los precios hacia abajo, por varias razones:
- La principal será la bajada del poder adquisitivo de la población fruto de la reducción salarial (o el aumento por debajo del IPC), del incremento del paro, de la bajada de las pensiones y de la restricción del crédito al consumo (por el estrangulamiento de los mercados financieros y por las peores condiciones de las clases populares). Las medidas de flexibilización cuantitativa, de creación brutal de dinero, no pueden expandirse indefinidamente. No es posible que crezca la masa monetaria mientras se degrada la disponibilidad material y energética, ya que esto último genera inevitablemente una contracción económica.
- Habrá partidas ineludibles como la energía, los materiales o la alimentación que, por su escasez, tenderán a subir respecto al poder adquisitivo. Así habrá una menor cantidad de dinero disponible para otros sectores.
- A esto se suma un movimiento obrero debilitado, con poca capacidad de formar alzas salariales.
- Y que la población activa está descendiendo en lugares claves como EEUU, la UE y China, con lo que la capacidad total de compra disminuye.
- La restricción del crédito, la subida de los tipos de interés que es característica de las políticas anti-inflacionarias de los bancos centrales, también retraerá las inversiones empresariales y estatales.
La tendencia hacia la deflación irá cobrando fuerza. Después de unos cuantos años de recesión, la confianza en el crecimiento se irá desinflando, y con ello las inversiones y el consumo. Además, aunque la bajada de precios permitiría teóricamente un mayor consumo, la pérdida estructural de poder adquisitivo de la población mantendrá bajos los precios. En los periodos en los que se produzca una reactivación y una recuperación de la inflación, la crisis por precios altos de la energía volverá, llegándose nuevamente a una situación deflacionaria.
Para las mayorías sociales ambos procesos, inflación y deflación son un desastre. El primero porque significa un empobrecimiento (si no hay alzas salariales), el segundo porque alienta una crisis económica profunda que genera, como poco, un incremento del desempleo, lo que es un drama en sociedades fuertemente salarizadas como las nuestras.
¿Cómo encarar estas situaciones desde perspectivas emancipadoras? La propuesta clave es la desmercantilización. Retirar del mercado, al menos, los bienes y servicios básicos para tener vidas dignas
Esto se puede hacer de distintas formas. Aquí me voy a referir a dos: la construcción de autonomía social y el racionamiento.
Considero que nuestra estrategia central debe ser la construcción de autonomía económica (y política). Es decir, que seamos capaces de satisfacer nuestras necesidades básicas, al menos parcialmente, sin pasar por el mercado. Cultivar nuestros alimentos en un huerto comunitario, producir nuestra propia energía con distintos aprovechamientos solares realmente renovables, articular proyectos de vivienda en derecho de uso, construir cooperativas de trabajo, etc. De forma más estructural e importante, estas medidas son las que permiten dotarnos de más resiliencia y justicia frente al contexto de colapso sistémico que vivimos.
Pero no estamos en el 36, cuando se produjo la revolución anarquista en estas tierras, ni en Chiapas, donde el zapatismo ha construido una autonomía muy potente. Nuestras semillas son pocas y a penas han sacado un brote. O, dicho de otra manera, no son una opción ahora mismo viable para las mayorías sociales. Aunque creo que nuestro esfuerzo se debe centrar en la construcción de autonomía, en paralelo también hay que poner en marcha otras políticas.
Dentro de esas políticas estaría la de racionamiento. Empiezo por definir racionamiento, porque al ser un término que hasta hace bien poco nos era políticamente lejano, probablemente lo entendamos de forma diferente. Cuando me refiero a racionamiento, indico una serie de medidas que tienen como elemento común un reparto (no necesariamente igualitario) a toda la población de bienes escasos, lo que implica un tope en el consumo. Es una opción que implica al menos una desmercantilización parcial de esos bienes. Sacar bienes del mercado. En nuestro marco socioeconómico, la otra gran opción de reparto de bienes cada vez más escasos es vía mercado: que los precios regulen quién puede acceder a ellos y quien no. En todo caso, ambas opciones, racionamiento y mercado, en realidad tienen múltiples grises intermedios, como que el Estado subvencione el acceso a determinados bienes que estén subiendo mucho, lo que ya está haciendo con los hidrocarburos. Este ejemplo de gris intermedio está claramente más cerca del mercado que del racionamiento.
La reducción del consumo vía mercado es claramente la menos deseable para las mayorías sociales y es la que mayoritariamente se está aplicando a nivel energético. Un ejemplo de su injusticia es que es una de las causas centrales de la pobreza energética.
La opción de la subvención estatal no solo genera más deuda para un Estado ya altamente endeudado, sino que se muestra impotente para atajar los problemas de fondo y, por lo tanto, tarde o temprano se agotará y tendrá que dejarse. En contraposición, el racionamiento puede complementarse o, mejor aún, incluir bonos sociales que garanticen consumos dignos a toda la población. De hecho, el racionamiento suele estar asociado a una mayor redistribución que el mercado, incluso en tiempos de abundancia.
Además, el racionamiento permite una reducción del consumo con criterios de resiliencia colectiva. Es decir, darle más capacidad de consumo a los sectores económicos estratégicos. Por ejemplo, no dejar sin carburante a la agricultura o a la pesca actualmente petrodependientes.
El racionamiento coloca en el imaginario colectivo de manera vivencial dos de las tres políticas centrales de nuestro tiempo: la reducción del metabolismo económico y el intento de garantizar una vida digna para todas las personas (la tercera es la construcción de autonomía). Y, al ser una medida universal, hace más asumible socialmente esta reducción en el consumo, pues esta se percibe como más justa (o al menos menos injusta).
En conclusión, nuestra pelea institucional tiene que ser porque el Estado intente garantizar unos consumos mínimos a la población dentro de los límites del planeta, no que nos dé limosnas en forma de bonos sociales o rebajas fiscales mientras seguimos dependiendo del mercado.
Pero la opción del racionamiento dista de ser ideal. Para mí entra de lleno en las lógicas de triaje que caracterizan nuestro tiempo de colapso sistémico, es decir, la de las opciones menos malas. ¿Qué características tienen que tener este tipo de políticas? Desde mi perspectiva, al menos dos: ser radicales (ir a la raíz de los problemas) y salvar el máximo de vidas. Entro a repasar algunos de los elementos negativos del racionamiento.
Tiene una parte indudable de coerción. La coerción puede ser ejerciendo la violencia (en sus distintas formas), pero también puede articularse a través de un consenso social de la necesidad de un reparto relativamente justo de recursos escasos, como lo fue en el pasado cuando se ha aplicado (por ejemplo, durante guerras y posguerras) o, poniendo un ejemplo más cercano, cuando asumimos quedarnos en nuestras casas durante la época más dura del covid-19, porque entendíamos que esa restricción era por un bien común. Creo que ahí hay mucho marco de juego cultural, un marco de juego al que deberíamos entrar, pues detrás de él están dos ideas fuerza determinantes: el reparto de bienes y las vidas austeras en lo material. Pero sobre todo, el racionamiento sobre quien más ejerce coerción es sobre quien más tiene. Implica una mayor redistribución que el mercado, donde lo único que opera es la lógica del beneficio en la que gana quien más tiene.
Un segundo problema del racionamiento es que probablemente signifique una legitimación del Estado como actor capaz de garantizar un mínimo de vida diga. Esto es un problema, porque el Estado es una institución inherentemente jerárquica y, en su versión actual, anclada a la reproducción del capital, de la que depende para poder financiarse vía impuestos o deuda, y que por lo tanto no va a poder superar.
Siendo el Estado un actor importante de los procesos de destrucción socioambiental y, por ello, siendo problemática su legitimación, creo que no es el principal sistema de destrucción. A nivel histórico, el Estado solo se convierte en intergeneracionalmente ecocida y sociocida cuando se hibrida con el capitalismo. No tenemos que elegir entre luchar contra uno o contra el otro, lo que creo que sería un error, pero también debemos calibrar en un contexto de triaje. El racionamiento permite una legitimación parcial del Estado, al tiempo que no impide la construcción de autonomía y avanza hacia una desmercantilización. Considero las dos últimas políticas más importantes, porque atacan a raíces nucleares de nuestro sistema.
Además, el Estado, al ser una forma de organización política, es intrínsecamente un espacio de disputa. Repito que no creo que haya Estados buenos, pero sí que hay Estados menos malos. Para mí, un Estado al que fuerzas a hacer medidas de racionamiento es menos malo que aquel que deja en manos del mercado el acceso a los bienes.
En el mismo sentido, el racionamiento es un avance por lo que supone de regulación del acceso a los bienes desde un ámbito más cercano a la política y, por lo tanto, en el que podemos influir más. El mercado capitalista funciona de forma automática y sobre él no tenemos más capacidad de influencia que luchas que produzcan procesos de desmercantilización parcial (la negociación colectiva como desmercantilización parcial del mercado de trabajo, los servicios públicos como desmercantilizaicón parcial de la sanidad y la educación, etc.), justo la esencia del racionamiento.
Se puede argumentar, con razón, que los racionamientos, independientemente de que pueden contener y mantener mercados, además suelen generar mercados negros de los bienes racionados. En todo caso, la diferencia entre los mercados negros y los convencionales solo es sutil: en ambos rige la violencia del poder adquisitivo. Siempre es preferible que parte de los bienes básicos estén regulados por el mercado a que la mayoría lo estén, como sucede ahora.
El racionamiento puede, y de hecho es lo más probable, intentar mantener el estatu quo. Volviendo a un ejemplo que he puesto antes: al sostener la viabilidad de la agricultura petrodependiente no solo daría una cierta garantía de suministro alimentario a corto plazo, sino que prolongaría la vida de un sistema de explotación de la tierra inviable en el marco de la crisis material y energética, e insostenible. Retrasaría la transición agroecológica. Esto es un problema evidente. En contraposición, el mercado es cierto que dejaría caer los sectores menos rentables, como la agricultura, pero el Estado los rescataría al estratégicos. El efecto sería el mismo que el del racionamiento, pero probablemente a un coste mayor.
Otro problema del racionamiento es que importantes sectores de las clases medias y desde luego las altas pondrán el grito en el cielo, pero aún así probablemente sea una situación menos explosiva socialmente que el encarecimiento de bienes. Y, aunque lo fuese más, permite una cierta redistribución de la riqueza. Pone el foco en quienes tienen que reducir su consumo y en el reparto.
Como decía, creo que en épocas de triaje es más importante que en las “normales” focalizar nuestra acción política en medias radicales. La esencia de por qué el racionamiento me parece una medida adecuada es que implica una desmercantilización social parcial y esto es una política anticapitalista imprescindible. Avanzar desde sociedades de mercado (ineludiblemente capitalistas) a sociedades con mercado (que pueden adoptar diferentes sistemas socioeconómicos).
En la misma lógica, cuando recientemente planteaba aplicar un boicot a los hidrocarburos rusos la esencia de cambio radical de la medida era forzar el decrecimiento rápido del consumo en la UE, algo que creo que es imprescindible para jugar las últimas bazas (si es que todavía existen) de que no se activen los bucles de realimentación positiva climáticos. Pero era una medida con la lógica del triaje.
Finalmente, cuando llegue el próximo paro de transportistas, que llegará más pronto que tarde, ¿cómo lo vamos a afrontar? ¿Nos ponemos de lado y no decimos nada? ¿Denunciamos que está instrumentalizado por la ultraderecha? ¿Planteamos un tácito “es lo que hay en la época del descenso energético” y el mercado es el que decide? ¿Pedimos que el Estado subvencione el transporte alargando su agonía y sus impactos? ¿Sostenemos únicamente que todo el sector pase de la noche a la mañana a su autogestión desfosilizada (por más que esto debe estar en el frontispicio de nuestra comunicación)? Creo que pedir medidas de racionamiento de combustibles que impliquen un rápido decrecimiento en su uso, al tiempo que una distribución del bien a los sectores estratégicos y los más necesitados, no solo no tiene que implicar un desgaste político de quienes luchamos por opciones ecosociales, sino más bien todo lo contrario, pues creo que es la menos mala de todas las opciones.
Por lo tanto, considero que nos toca posicionarnos, no a favor o en contra de dos opciones malas, porque nunca hay dos opciones, sino que siempre hay escalas de grises, y la posibilidad de salirse el marco a la vez. Construir autonomía es salirse del marco, al tiempo que pensar en un racionamiento es consciente del contexto actual, apunta hacia cambios radicales e implica una redistribución social de bienes decrecientes.
Artículo de Luis González Reyes - elsaltodiario.com