Por qué la extrema derecha no es una opción política más
Por Adrián Juste - aldescubierto.org
La fascinación por los discursos de Adolf Hitler en los años 20, el coqueteo con las pretensiones fascistas y las vacilaciones iniciales de muchas potencias occidentales frente a las ideas de la extrema derecha quedaron atrás rápidamente cuando los horrores y los crímenes del nazismo quedaron al descubierto.
Por razones obvias, varios países como Alemania o Francia comenzaron a aprobar leyes que prohibían las organizaciones y la simbología nacionalsocialista, e incluso negar el Holocausto (el genocidio indiscriminado de población judía, minorías étnicas, personas LGTB, con discapacidad…) leyes que se han extendido por todo el mundo y que llevan consigo un debate interesante sobre si los sistemas democráticos deben proteger activamente frente a ideas que amenazan los derechos y las libertades de las personas mediante la legislación, o es mejor priorizar la libertad de expresión. Un debate que sigue muy vigente.
Sin embargo, uno de los primeros conflictos llega cuando la extrema derecha se adapta y comienza a adoptar diferentes formas. Además de seguir existiendo como grupúsculos marginales y violentos en la clandestinidad, como sucede por ejemplo con el Ku Klux Klan en Estados Unidos, a partir de los años 60 empiezan a fundarse partidos políticos de extrema derecha que renunciaban a los símbolos y discursos del fascismo pero que promovían propuestas e ideas similares. Nuevas retóricas, nuevas formas, nuevos sistemas, pero con un espíritu similar. Es lo que se conoce como posfascismos, y que abarca una gran cantidad de corrientes y movimientos.
Por ejemplo, en 1964 se fundó el Partido Nacional Demócrata de Alemania, señalado por ser muy cercano al fascismo y al antiguo partido nazi (prohibido en 1945), pero que no vulnera las leyes que prohíben la apología al nazismo. Desde entonces, la derecha radical no ha dejado de evolucionar, de ofrecer nuevos modelos, caras y discursos que tienen como principal objetivo parecer amables frente a un amplio público, frente a los grandes medios y también frente a los sistemas legales y las defensas jurídicas habilitadas para desactivar pretensiones autoritarias, como si de un virus se tratase.
En la actualidad, especialmente con el auge de la nueva derecha radical, también llamada «derecha alternativa» (alt-right), extrema derecha 2.0 (Steven Forti) o derecha radical populista (La ultraderecha hoy, Cas Mudde, 2019) el debate ha cobrado mayor relevancia. Por un lado, se esgrime que la extrema derecha es una opción política más y que si la gente vota a estas fuerzas políticas hay que respetarlo; por otro lado, se argumenta que no se puede legitimar como una opción política al mismo nivel que el resto por todos los problemas inherentes que trae consigo.
También hay posturas más equidistantes, que supeditan la permisividad legal y social de una formación política al cumplimiento de unos mínimos (renuncia a la violencia, al totalitarismo…), por lo que algunas organizaciones políticas de extrema derecha serían aceptables y otras no.
¿Qué es la extrema derecha?
Abordar este debate implica, en primer lugar, tener claras las definiciones de lo que es la extrema derecha.
Para ello, hay que partir del mismo análisis de lo que implica situar a una organización política en un eje ideológico en función de sus propuestas, acciones, ideas, discursos… lo cual es enormemente complejo, especialmente cuando se analizan desde puntos de vista culturales distintos.
El eje izquierda-derecha
El eje izquierda-derecha aparece durante la Revolución Francesa, entre 1789 y 1799, y se fue redefiniendo en las décadas posteriores, donde se sucedieron una serie de revoluciones liberales que marcaron el fin del feudalismo, el sistema estamental y el absolutismo monárquico en base a los principios de igualdad, libertad y fraternidad, cultivados durante el siglo de La Ilustración. Es en estos años donde se construyeron los pilares de los sistemas de democracia representativa actuales.
Es decir, se pasó de un sistema en que el clero y la nobleza poseían las propiedades, la tierra y el poder político, a que el pueblo llano (conformado por campesinos, obreros y burgueses) pudiera acceder a esos privilegios a través del sufragio y la protección de unos derechos y libertades fundamentales. Así, la Revolución Francesa marcó el principio del fin de lo que hoy en día se conoce como Antiguo Régimen.
En la Asamblea Nacional de Francia, sede de la soberanía popular elegida mediante sufragio, a la izquierda se sentaron los elementos más transgresores y revolucionarios, los más partidarios de romper con todo lo que representaba la monarquía, mientras que a la derecha se encontraban las personas y grupos más conservadores y contrarrevolucionarios. De ahí que se asocie el término izquierda a las ideas progresistas y a la derecha a las más conservadoras, dicho de una forma resumida, simplificada y sencilla.
De hecho, los antecedentes de la extrema derecha tal y como se conoce ahora también hunden sus raíces en la Revolución Francesa. Los ultrarrealistas o ultraabsolutistas fueron una facción que perseguía el regreso al Antiguo Régimen. Defendían el derecho divino, se organizaban en sociedades secretas, se identificaban con una simbología y un color determinado, difundían rumores y noticias falsas, utilizaban su poder en el parlamento para bloquear y torpedear continuamente el debate, provocaban la violencia y estaban subvencionados por la aristocracia (concretamente por Carlos X de Francia).
Aunque se han propuesto multitud de clasificaciones para las ideologías políticas, en general existen dos ámbitos sobre los cuales una formación política puede trabajar: por un lado, la cuestión económica y/o material, que agrupa las posturas con respecto a la organización de la economía y de la actividad productiva; por otro lado, la cuestión social y/o cultural, donde se definen los posicionamientos sobre la organización de la sociedad (estructura, ética, valores, libertades, educación…).
Por supuesto, en muchos puntos ambas esferas se afectan mutuamente. Lo que es del dominio de lo material y lo que no sigue siendo objeto de disputa hoy en día, al igual que las prioridades que se otorgan a un campo u otro pero, por lo general, las definiciones de lo que es izquierda y lo que es derecha deben tener en cuenta ambos pilares.
Un manual básico para entender las diferencias entre izquierda y derecha es Left and Right: The Significance of a Political Distinction, de Norberto Bobbio (1997), aunque hay otros muchos ensayos y estudios interesantes. En general, la izquierda política defiende la consecución de la igualdad y de la justicia social a través de la influencia directa sobre las estructuras sociales de poder, de forma que los derechos y las libertades emanen de los colectivos a través de diferentes instrumentos (normalmente del Estado, aunque no siempre).
Por su parte, la derecha política defiende que la igualdad y los derechos fundamentales son características del individuo y que las estructuras sociales de poder son consecuencia de la naturaleza del ser humano, de unas tradiciones culturales deseables, del sistema económico o incluso de creencias religiosas.
Dentro de estas simplificadas e imperfectas definiciones, cada lado del espectro agrupa un sinfín de corrientes y propuestas, a menudo incluso contrapuestas entre sí dentro de sus propias trincheras.
La izquierda suele defender el progresismo, la regulación de la economía, los servicios públicos y sociales, la discriminación positiva, el ecologismo o la llamada «democracia militante», es decir, leyes activas para proteger contra ideas peligrosas para colectivos discriminados e incluso para el propio sistema democrático. Por ello, la izquierda se opone al sistema capitalista (ya sea mediante su regulación o su abolición) y tiende a priorizar la libertad colectiva por encima de la individual.
La derecha suele ser conservadora y defender ideas como el liberalismo económico, la privatización de los servicios públicos, el nacionalismo, la confesionalidad del Estado, el individualismo o la propiedad privada. No obstante, aunque hay una relación bastante evidente entre capitalismo y derecha política y la defensa de la meritocracia y la libre competencia, también existe una amplia heterogeneidad.
¿Qué es el extremismo?
No obstante, parece que el debate entre izquierda y derecha está más o menos superado. La mayoría de los partidos políticos se adscriben a unas ideas concretas y son, con mayor o menor acierto, situados en uno u otro lado del espectro, a menudo con definiciones maniqueas e inexactas, como que la izquierda defiende a los pobres y la derecha a los ricos, pero por lo general son términos con poca ambigüedad.
El verdadero debate viene a raíz de lo que se considera extremo o radical. Por ejemplo, salvo extrañas excepciones, una inmensa mayoría entiende que Vox se ubica en el lado derecho del espectro político. Las disputas chocan más a la hora de definirlo como extremo. ¿Por qué? Porque es más fácil definir una categoría en base a cuestiones dicotómicas que en base a coordenadas situadas en un continuo. Es más sencillo definir en qué habitación de una casa está una persona que ubicarla en una posición concreta de esa habitación.
A esto se le suma que la palabra «extremo» no se asocia únicamente con una cuestión tan subjetiva como la localización en un espacio determinado respecto a otro, sino que lleva consigo ideas peyorativas. Se asocia la extrema derecha a Adolf Hitler metiendo a judíos en cámaras de gas y a la extrema izquierda a Stalin comiendo bebés frente a la chimenea. «Los extremos se tocan», «todos los extremos son malos»… son falacias lógicas reflejo de mecanismos cognitivos y creencias erróneas sobre lo que significa el extremismo.
Y es que, al final, la definición de extremismo no deja de ser una construcción subjetiva: una idea se define como extrema por su posición con respecto a otra. Se denomina «normatividad» o «normalidad» a lo que es estadísticamente más habitual, pero eso no define su valor real. Es decir, que la virtud no tiene por qué estar en el punto medio, lo habitual no tiene por qué ser algo bueno y lo alternativo no tiene por qué ser malo. La democracia era una idea radical en el siglo XVIII.
Por lo tanto, hay que dar un paso más allá. La ciencia política define como extremo no solo aquello que se encuentra en los márgenes de las diferentes corrientes políticas, sino que, además, cumplen con ciertas características y rasgos intrínsecos. Tradicionalmente, se entendía por extrema izquierda o extrema derecha como aquellas que tenían un carácter revolucionario, es decir, que proponían una ruptura con el sistema de democracia liberal para construir un modelo alternativo.
Sin embargo, esta definición tiene fallos conceptuales, ya que estas propuestas alternativas en realidad constituyen un medio para un fin, mientras que hay otros rasgos que no implican per se la destrucción del sistema (al menos en su totalidad). Por ejemplo, el ultranacionalismo, esto es, la exaltación del concepto de «nación» como pilar fundamental del programa político, es una característica de la extrema derecha que no conlleva nada revolucionario en sí mismo, ni plantea nada «antisistema».
Extrema derecha, ultraderecha y derecha radical
Sin duda, lo fácil es tildar de «facha» o «fascista» a partidos políticos como Vox, Agrupación Nacional o Fidesz, o a líderes como Jair Bolsonaro o Donald Trump. Aunque coloquialmente mucha gente cae en esto, es bastante poco riguroso, al menos desde un punto de vista académico.
La extrema derecha, en realidad, abarca un conjunto de corrientes, movimientos e ideas que agrupan desde organizaciones neofascistas y neonazis, hasta formaciones asociadas a la «derecha alternativa», que ni siquiera buscan construir un estado totalitario corporativista. Y es que, a través de sucesivas olas, la derecha posfascista en este sentido ha ido evolucionando y adaptándose.
El antecedente histórico más claro procede de los años 60, con autores como Alain de Benoist y su think tank GRECE, donde buscó redefinir una nueva derecha radical para hacer sus ideas más aceptables y más amables partiendo de las ideas del marxista Antonio Gramsci sobre la cuestión cultural. De hecho, se hicieron llamar «gramscianos de derecha». Esto dio origen a la Nouvelle Droite francesa, un movimiento que sentó las bases de la ultraderecha mainstream.
Cas Mudde es uno de los autores que más a contribuido a definir la extrema derecha moderna. En sus múltiples obras, divide a la ultraderecha (far-right) en dos grupos: extrema derecha (extreme right) y radical populist right (derecha radical).
El politólogo entiende que la división fundamental entre ambos grupos deriva de su postura con respecto al sistema de democracia liberal. Así, la «extreme right» sería lo que tradicionalmente se ha entendido por extrema derecha: todas aquellas corrientes de carácter más bien «revolucionario» o «antisistema» que rechazan el sistema de democracia liberal y buscan su destrucción.
Aquí entraría el neofascismo, el neonazismo, el anarcocapitalismo, el paleolibertarismo, el aceleracionismo, el nacionalcatolicismo, el nacionalsindicalismo, el nacionalbolchevismo… y incluso el yihadismo y el fundamentalismo islámico e hindú.
Por otro lado, la derecha radical agruparía todas las ideologías de derecha que aceptan parte del sistema liberal, pero se opone a los elementos fundamentales que garantizan la calidad democrática de los Estados, la igualdad, los derechos fundamentales o la separación de poderes.
Es decir, para Mudde, la ultraderecha agrupa a todas las ideas y movimientos que buscan transformar el Estado en base ideas ultranacionalistas, tradicionalistas, conservadoras, autoritarias y antidemocráticas, y que rechazan los derechos de minorías étnicas, personas LGTB o personas migrantes. Lo que diferencia a la extrema derecha más clásica de la moderna (si bien han existido ambas en prácticamente todas las épocas) tiene que ver más con la forma que con el contenido.
Así, la derecha radical (lo que Mudde denomina populist radical right) agruparía a la Nouvelle Droite, la alt-right y lo que el autor Steven Forti ha denominado Extrema derecha 2.0. Tanto para Forti como para Mudde, al igual que autores como Jean-Yves Camus (Les Droites extrêmes en Europe, 2017), Beatriz Acha Ugarte (Analizar el auge de la ultraderecha, 2021) o Xavier Casals (Ultrapatriotas: extrema derecha y nacionalismo de la guerra fría a la era de la globalización, 2003), la diferencia fundamental radica en cómo se construyen los movimientos y los discursos, cuáles son sus herramientas y en cómo los pilares básicos de la ultraderecha se han mantenido relativamente estables a lo largo del tiempo.
En la práctica, por supuesto, existen marcos de indefinición. Una misma organización puede tener elementos de ambos subtipos, como es el caso de las formaciones strasseristas, o como se ha visto con Amanecer Dorado en Grecia. También existen formaciones de «derecha radical populistas» que asientan sus propuestas sobre diferentes contextos históricos y/o que se acercan más a un subtipo que a otro sin que quede muy claro dónde se ubica.
Podría ser el caso de La Liga de Matteo Salvini y de Hermanos de Italia de Giorgia Meloni. Y es que también sucede que, dentro de un mismo partido, coexistan corrientes que pertenecen a subtipos distintos. Alternativa para Alemania o Vox poseen elementos neofascistas en su haber, aunque en su conjunto no puedan ser definidos como tal.
También existe un nexo común entre ambos subtipos. Por ejemplo, aunque Donald Trump y su facción dentro del Partido Republicano se encuadre en la «derecha alternativa», se apoya en grupos «antisistema» supremacistas como Oath Keepers o Proud Boys. Lo mismo sucedía con Svoboda y Patriotas de Ucrania hace años. Par Öberg, uno de los líderes del Movimiento de Resistencia Nórdico, fue elegido concejal del Ayuntamiento de Ludvika bajo el paraguas de los Demócratas de Suecia (SD). Así, cientos de ejemplos.
Por lo tanto, si la principal diferencia tiene que ver más con el contexto, las formas y el discurso, y no tanto con los pilares ideológicos básicos, siguen siendo un peligro para los derechos y libertades fundamentales.
Proteger los derechos y las libertades fundamentales
Cuando un determinado Estado se define como un Estado social y democrático de derecho, está expresando muchas ideas clave que se supone que definen a los países y las naciones modernas, y donde lo fundamental no es el sufragio universal (que sería un elemento más), sino un sistema donde la soberanía popular reside en el pueblo y donde existen mecanismos para asegurar una convivencia basada en los ideales de libertad y de justicia social, donde se protegen los derechos humanos.
La democracia es un concepto abstracto, actualmente muy asociado a la idea de depositar el voto en una urna para elegir representantes o refrendar decisiones políticas, pero cuyo ejercicio queda eclipsado si no se dan otras condiciones. El sociólogo francés Alain Touraine o el investigador italiano Giovanni Sartori (Partidos y Sistemas de Partidos, La política: lógica y método en las ciencias sociales y Teoría de la Democracia), amén de otros muchos autores, tratan estos peliagudos temas.
En general, una de las mayores conclusiones sobre la calidad democrática de los países es que la presencia de elecciones y/o partidos políticos es que, aunque pueden ser elementos que faciliten la democracia, no son condición suficiente.
Además de la separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) con un adecuado sistema de contrapesos, el blindaje de derechos y libertades (expresión, información, prensa, de reunión, de manifestación, de huelga…), un sistema de representación electoral justo, herramientas adecuadas de participación política o medidas básicas de transparencia e información pública, hay otras cuestiones que tienen que ver con la parte «social», como son la igualdad de oportunidades, la pobreza, la discriminación o el derecho a acceso a unos mínimos materiales y culturales (educación, vivienda…).
Otros elementos, como la pluralidad de ideas y de opiniones, la diversidad y la descentralización de los poderes tácitos y fácticos (de decisión, de producción, de comercialización…) favorecen la calidad democrática de una sociedad. Así se han expresado diversos ensayos y estudios.
En los últimos años, otras cuestiones se han intentado incorporar a este debate, como la gestión de los recursos naturales, la contaminación, la protección del medio ambiente, la transición energética o los derechos de los animales, así como modelos económicos alternativos que aseguren la supervivencia futura de los pueblos del mundo.
Hay una parte importante de la sociedad y de personalidades políticas que argumentan que todo lo anterior son ideas izquierdas o sesgadas ideológicamente, cuando en realidad muchas de ellas, incluyendo el acceso a unos servicios mínimos, proceden del liberalismo sobre el que se asientan las bases de las democracias modernas. El propio Adam Smith, padre de las teorías del libre mercado, defiende estas cuestiones en su famoso libro La riqueza de las naciones.
Definir el liberalismo como la reducción del papel del Estado en los asuntos económicos es una falacia. Por ejemplo, las leyes que regulan el aborto y la eutanasia son leyes de corte liberal, por mencionar algunos ejemplos.
Así, este es el marco de debate en el que se encuadran aquellos países que quieren reivindicar la democracia, tanto en la izquierda como en la derecha. Las personas encargadas de gobernar estos estados, ya sea a través de partidos políticos o mediante otros mecanismos, centran sus debates en la mejor manera de conseguir estos objetivos, cuáles deben ser las prioridades y qué es lo más justo para según qué grupo social, desde todos los lados del espectro político.
El juego de los sistemas de democracia liberal es, mediante representación, llegar a acuerdos y consensos en los parlamentos. Este marco a menudo está escrito en una Constitución o Carta Magna, uno de los textos legales más importantes de un Estado de Derecho y que, normalmente, requiere de un gran consenso para ser modificado.
El principal problema de la extrema derecha es que rechaza este marco de mínimos, rompe los márgenes aceptables del debate y comienza a desarrollar sus propios marcos donde su agenda política pueda ser asumida. Unos marcos de debate donde se pone en cuestión precisamente los consensos establecidos sobre lo que es una democracia, poniendo en peligro los derechos y las libertades fundamentales.
La extrema derecha desafía los elementos que favorecen la calidad democrática de un país: los mecanismos de participación, los sistemas electorales proporcionales, la descentralización administrativa, la protección de los derechos humanos, los mecanismos que aseguran determinadas libertades, los contrapesos de poder, etc.
Además, desafía uno de los pilares más básicos de una democracia: el debate, el consenso y el acuerdo. La extrema derecha utiliza su presencia en los parlamentos para desvirtuar los debates, atacar a sus rivales políticos, rechazar los acuerdos y dinamitar la gobernanza. Lo cual es paradójico, porque a menudo caen en muchas contradicciones, llegando a mostrarse en contra de propuestas propias. Todo vale con tal de deshumanizar y destruir al contrario.
Las primeras medidas que suelen adoptar y/o demandar las fuerzas de extrema derecha casi siempre tienen que ver con la legislación que protege de situaciones vulnerables a determinados colectivos: leyes LGTB, de género, de atención a minorías étnicas, de protección de lenguas regionales… su solución a los problemas siempre es destruir algo, pues la fuente de todos los problemas viene de un grupo, un colectivo, un gobierno, una institución, una ley o unas personas a las que hay que eliminar (o apartar) para que entonces todo siga su curso natural.
Debido a que abandonan estos márgenes para construir otros que rompen consensos establecidos, y que muy buena parte de estos consensos se sostienen sobre evidencias científicas y realidades demostradas, la extrema derecha termina construyendo un relato basado en mentiras, el siguiente gran peligro que supone.
Negacionismo, bulos y «fake news»
Sobre este asunto se ha escrito mucho en los últimos años. Periodistas, investigadores, expertos en ciencia política y en sociología, instituciones públicas… han llegado mayoritariamente a la conclusión de que la extrema derecha se asienta sobre posturas pseudocientíficas, antiintelectuales y negacionistas. A esto se le suma la creencia en teorías de la conspiración
El nazismo apoyaba su discurso en la existencia de un supuesto «gobierno mundial» dirigido por la población judía que ostentaba todo el poder económico y político, llegando a utilizar un documento inventado llamado Los Protocolos de los Sabios de Sion, sobre el cual se asientan las teorías de la conspiración sobre el «globalismo» y el «nuevo orden mundial» actuales: la creencia de que existe un grupo de poder oculto que contribuye a que el pensamiento progresista domine la hegemonía cultural (marxismo cultural). No es que las sociedades avancen gracias al conocimiento y a la ciencia, es que hay un grupo de poder que así lo quiere.
Los nazis además utilizaron todo tipo de teorías raciales supremacistas, además de sostener el darwinismo cultural, la creencia de que si ciertas culturas y sociedades eran más avanzadas es porque eran mejores por naturaleza y que, por lo tanto, tenían todo el derecho a someter a otros pueblos; o la eugenesia, la selección mediante la segregación o la esterilización de cierta genética «superior». Junto a esto, predominaba la existencia de que en el pasado hubo una raza pura, «la raza aria», de la cual las razas caucásicas de Europa eran descendientes directos.
Francisco Franco hablaba de una supuesta «conspiración judeo-masónica-marxista internacional», y apelaba constantemente a este enemigo ficticio para justificar la represión, el asesinato, el genocidio y la supresión de las libertades y los derechos humanos esenciales, además del adoctrinamiento y otros elementos propios de dictaduras de inspiración fascista.
Estos ejemplos hoy tienen sus versiones modernas presentes en la «derecha radical populista» de la que habla Cas Mudde. El supremacismo racial ha sido sustituido por una suerte de supremacismo cultural: ya no es que hayan razas mejores o peores, sino que cada raza, cultura o sociedad tiene unos rasgos y sirven más para unas determinadas funciones; o el etnopluralismo de Alain de Benoist, que defiende que no hay etnias superiores a otras, pero cada una se desarrolla de forma óptima en su lugar de crecimiento. Todas estas pseudoteorías mueren al mismo mar: el rechazo a la población extranjera, a las minorías étnicas, al multiculturalismo y al resto de creencias religiosas.
Las teorías de la conspiración sobre la población judía ha sido sustituidas por las «élites globalistas», el Nuevo Orden Mundial y el ataque a Bill Gates y a George Soros; o la metateoría QAnon, el «Pizzagate» y el «Estado Profundo». Estas conspiraciones hablan de lo mismo: un grupo de poder en las sombras que maneja los hilos del mundo con la intención de instaurar una dictadura mundial de corte marxista.
A estas teorías se suma «El Gran Reemplazo» o el Plan Kalergi, basadas a su vez en teorías nazis sobre un supuesto «genocidio blanco» camuflado, y que sostienen que la población blanca autóctana nortamericana y europea está siendo sustituida por población africana e india, ya sea como un fenómeno demográfico consecuencia de las políticas de integración, o como un meticuloso plan para crear una raza más sumisa.
Nada de esto podría existir sin el completo descrédito de la comunidad científica, de toda fuente considerada oficial y de cualquier razonamiento basado en argumentos, estudios y datos contrastados, en otras palabras, el negacionismo. Porque resulta que grandes problemas de la civilización como son el cambio climático o las discriminaciones estructurales son en realidad inventos de la izquierda para justificar leyes que restringen la libertad. Serían parte de un meticuloso plan de esas «élites globalistas».
Así se desarrollan conceptos como el de «ideología de género», un invento de las corrientes ultracatólicas para atacar las propuestas de igualdad del movimiento feminista, pero que no tiene ninguna base real.
No existe ningún grupo de extrema derecha que no base al menos parte de su discurso, propuestas o relato en estas teorías de la conspiración y/o en postulados negacionistas. Es más, suele ser lo contrario. Un agente del FBI infiltrado durante 25 años en grupos paramilitares de extrema derecha en Estados Unidos describió cómo las creencias que sostenían organizaciones como el Ku Klux Klan eran absolutamente demenciales, como la «teoría de las dos semillas», en la cual las personas negras, asiáticas o judías son descendientes del demonio y por eso es de ser buen cristiano asesinarlos, o la «teoría de la Tierra Hueca», que sostiene que el planeta es una corteza con un vacío en su interior.
Más recientemente, se ha visto con el negacionismo de la pandemia. Por un lado, los grupos y movimientos detrás de las ideas antivacunas o que niegan el coronavirus están no solo repletos, sino incluso organizados por la extrema derecha; por otro lado, grupos de extrema derecha sostienen múltiples creencias negacionistas. Esto se desprende de cualquier vistazo rápido a sus acciones a pie de calle, manifiestos o dentro de sus canales de difusión.
Además, en líneas generales, los partidos de derecha radical y sus líderes han sostenido las posturas más laxas contra la pandemia. Se ha visto en líderes como Donald Trump o Jair Bolsonaro. Y esto se ha traducido en que las regiones con mayor voto ultraderechista, presenten una tasa más elevada de mortalidad por COVID19, por ejemplo.
Investigadores de la conspiración como Carles Tamayo, o autores como David Saavedra (Memorias de un ex nazi) o Julio Patán (Conspiraciones: entre el mito y la realidad), entre otros, mencionan los condicionantes psicológicos y contextuales que preceden a la construcción de las creencias falsas como unas gafas que distorsionan continuamente la realidad.
Tamayo habla por ejemplo de las técnicas manipulativas y atractivas de una determinada creencia y del grupo que las sostiene; Saavedra de «la burbuja», una serie de sesgos cognitivos que mantienen tu mente cerrada a ideas externas; Patán establece la diferencia entre una conspiración y una teoría conspirativa, que sería por definición imposible de suceder e imposible de contrastar al mismo tiempo.
Las falacias, datos falsos y/o tergiversados y las mentiras que se desprenden de estas teorías se traducen, por lógica, en una campaña de constante de bulos y «fake news». La desinformación se ha convertido en uno de los peligros más grandes de la democracia, una conclusión obtenida por la Unión Europea en 2019 en un detallado informe, y avalada por expertos en la materia.
Así, la extrema derecha está detrás de campañas de bulos, usualmente mediante el empleo de bots y de cuentas falsas, para incidir en la opinión política pública. Esto se ha visto en América Latina, por ejemplo en Bolivia o en Brasil, pero también en Europa. En Reino Unido se dio el caso de Cambdrige Analytica, que manipuló la opinión de la campaña del Brexit en Reino Unido mediante el uso ilegal de datos de la red social Facebook; o en España, donde se detectaron cientos de miles de cuentas falsas que distribuyeron información sesgada sobre la pandemia.
Una ideología política que necesita mentir descaradamente de forma constante y que manipula emocionalmente a la gente a través de sus sesgos cognitivos y emocionales no debería ser colocada a la misma altura que el resto de posturas políticas.
Además, una ideología que niega problemas tan graves como la desigualdad o el cambio climático, o que rechaza la evidencia científica, cobra un plus de peligrosidad.
El discurso de odio
Las teorías de la conspiración y las ideas que defiende la extrema derecha tienen un común denominador que supone una diferencia crucial con el resto de ideologías, especialmente con la izquierda: la culpa de los problemas la tiene alguien. Ese alguien puede ser un colectivo (los gitanos, los inmigrantes, los menas), una organización o grupo con determinadas ideas (el comunismo, los progres, los rojos), un partido político (Podemos, los mugremitas), un movimiento (las feminazis, los separatistas), una religión (los moros) o incluso una entidad abstracta (el lobby gay, las élites globalistas).
Para la extrema derecha, los complejos e intrincados problemas sociales, políticos y económicos no son consecuencia de la interacción de variables y agentes sociales, o de la estructura económica o sociocultural. No. Son voluntad de unas personas por intereses particulares, y que implican la destrucción de «la nación» en algún aspecto (sus valores, su integridad territorial…).
Este señalamiento, simplificación y categorización de un grupo de personas, a los cuales se les atribuye todo tipo de aspectos negativos y se les presupone malas intenciones, implica una diferenciación entre el «nosotros» y el «ellos». O, mejor dicho, el «nosotros» y el «antinosotros».
Usualmente, este señalamiento no es el azar, sino que se realiza sobre grupos o personas sobre las que existe una discriminación, prejuicio o vulnerabilidad previa, y se asienta sobre una exaltación patriótica de la nación. Así, el «antinosotros» no son sectores sociales que piensan diferente, sino que van a destruirlo todo, y el «nosotros» tiene que defenderlo.
Esto provoca, de forma poco discutible, un aumento de la crispación, de la división social y de los problemas de las personas señaladas. Históricamente, se ha definido el discurso de odio como toda comunicación verbal que, enarbolada de forma pública, promueve la discriminación de una persona o un grupo de personas que pertenecen a un colectivo históricamente discriminado, de forma que incita directa o indirectamente a que se lleven acciones negativas contra dichas personas.
Muchos autores han contribuido a la definición del discurso de odio, como Margarett Brown-Sica (2008), Peter Molnar (2012) o Gustavo Ariel Kauffman (2015). No obstante, en 1997, el Comité del Consejo de Europa ya estipuló que el discurso de odio estaba basado en la intolerancia hacia grupos históricamente discriminados, incluyendo el racismo, la xenofobia o el antisemitismo.
Kauffman definió cuatro criterios que deben darse para entender que se está dando un discurso de odio: que se dé hacia un grupo vulnerable históricamente discriminado, que suponga una humillación (insulto, prejuicio negativo…), con intenciones negativas y que estas sean manifiestas y conscientes.
Existe un consenso generalizado en sociología y en psicología social de que el discurso del odio es el antecedente más claro de las discriminaciones estructurales que existen hoy en día. Es decir, que las creencias y prejuicios asentados socialmente y transmitidos culturalmente a través de las generaciones, ya sea sobre el género, el color de piel, la etnia o la orientación sexual, se alimentan y retroalimentan con sentimientos y emociones negativas de odio.
Esto no se queda únicamente en la teoría. El aumento del discurso de odio precede al aumento de los delitos y crímenes de odio. Así de contundente es, por ejemplo, Fernando Rodríguez Rey, fiscal de odio y discriminación en España.
De la misma forma, cuanta mayor visibilidad, aceptación y poder tienen las organizaciones de extrema derecha, mayor es el número de delitos de odio. Los datos hablan por sí solos: en Europa, los delitos racistas, homófobos, xenófobos y por ideología política se multiplican cada año. Así lo ha concluido un informe de la Comisión Europea de 2021, donde se propone la adopción de medidas extraordinarias para contener estos delitos.
Además, esto ha venido acompañado a un aumento del terrorismo de ultraderecha. Dado que los principios ideológicos son similares, así como el relato y el discurso, entre los dos subtipos que describía Cas Mudde, la normalización y blanqueamiento de unos supone el éxito relativo de los otros. Los gobiernos de países como Estados Unidos o Alemania alertan que la violencia de extrema derecha ya es la principal amenaza para la seguridad nacional.
Este grado de violencia y de discurso de odio, condición necesaria para la existencia de la extrema derecha, no se ve en ninguna otra ideología. La extrema derecha no puede desprenderse del ataque indiscriminado y el señalamiento sobre la base de mentiras, bulos y el negacionismo. Sobre la base del miedo y el prejuicio, cuyas consecuencias pueden ir desde la planificación de atentados al Presidente del Gobierno, el asesinato de Samuel Luiz hasta el asalto al Capitolio.
Se habla poco, en lo respecto a este tema, de las consecuencias que tiene para la salud mental general la confrontación social que supone que una parte de la población se vea seducida por el discurso de odio. Un estudio de la Universidad de California de 2017 relacionaba el voto ultraconservador con una mayor propensión al miedo, a creerse las noticias falsas relacionadas con acontecimientos negativos y una mayor sensibilidad a la percepción del peligro social.
Naomi Klein, en La doctrina del shock (2007) ya alertaba de los peligros de un discurso político basado en el miedo y en los peligros, como contraste al discurso que promete justicia, utopías y un mundo mejor. Adrián Lardiez, en su ensayo La seducción de la extrema derecha (2021) hace un esbozo de la psicología del votante de extrema derecha y establece una relación directa entre baja autoestima y adhesión a este tipo de ideas.
No es descabellado afirmar que, si unos determinados rasgos de personalidad y problemas de salud mental hacen a una persona más permeable al discurso ultraderechista, si este discurso comienza a ser hegemónico y a normalizarse, estos problemas se van a acentuar.
No en vano, llevamos más de media década experimentando un aumento sin precedentes de los índices de depresión, especialmente en hombres jóvenes. No hay suficiente evidencia como para afirmar que esta correlación es causal, ya que habría que aislar otras muchas variables. Pero la coincidencia es, cuanto menos, para reflexionar.
De lo que sí que hay evidencia es de que los miedos y las inseguridades de estos hombres jóvenes son aprovechados por la extrema derecha, cuyo discurso está centrado precisamente en el hombre blanco cisheterosexual. El movimiento incel y el antifeminismo son dos aspectos clave de esta nueva derecha radical, y la predominancia de hombres en los grupos de carácter neofascista así como los votantes de los partidos de extrema derecha también son un indicador de esto.
Para la socióloga Beatriz Ranea existe una relación evidente que explica parte del éxito de la ultraderecha en la psicología de los hombres. En su ensayo Desarmar la masculinidad (2021), Ranea arroja luz sobre cómo la violencia, la heterosexualidad y la LGTBIfobia están entrelazadas con la creación de ese modelo tradicional de masculinidad que defiende la extrema derecha a ultranza.
La influencia del auge del discurso de extrema derecha es clara no solo en el voto, sino en las creencias. Desde 2019, el número de hombres que piensa que la violencia de género es un invento ideológico se ha duplicado, pasando del 12% al 20%. Y, en general, todos los indicadores sobre actitudes y comportamientos machistas en la relación de pareja parecen estar incrementándose.
No está de más la mención, no solo de los crímenes de grupos de extrema derecha, sino de las consecuencias de influencers y youtubers que sostienen total o parcialmente este discurso, y que obtienen rédito y beneficios gracias a promover el discurso de odio, donde toda una comunidad tóxica se dedica a acosar y a atacar a activistas y personas por sus ideas.
Se pueden poner muchos más ejemplos, pero parece que existen bastantes pruebas de que el discurso de extrema derecha no solo es peligroso para los colectivos socialmente discriminados o para la calidad democrática de un país, sino también para la propia salud mental y la convivencia.
Los crímenes de la extrema derecha
A priori, la lógica puede inducir a pensar que los delitos, daños y perjuicios de gobiernos y gobernantes no tienen relación aparente con su ideología política. Es más, criminales los ha habido de toda ideología. Ha habido tiranos, corruptos, abusos de poder… con gobiernos de izquierdas y de derechas, e incluso de centro. Profesar un credo ideológico no te protege de ser un delincuente.
Sin embargo, mientras que en el resto de las ideologías políticas se encuentran abundantes ejemplos de buena praxis, parece que existe una relación necesaria entre criminalidad y extrema derecha. La llegada de gobiernos de extrema derecha al poder se ha relacionado con una reducción de la calidad democrática de un país, con un aumento de los delitos de odio, del terrorismo de extrema derecha, de represión, de abuso de poder y de aumento de la discriminación, entre otras funestas consecuencias.
De hecho, un rápido repaso a las propuestas programáticas de estos partidos ya aventura dichas consecuencias. Por ejemplo, Vox en España propone medidas económicas que benefician a las clases altas, propuestas que reducen la calidad democrática de España (como la disolución de los parlamentos autonómicos), que fomentan la discriminación (defensa de la familia tradicional) o que limitan las libertades (limitación del derecho de huelga).
En los casos más leves, estos gobiernos evolucionan a lo que se ha denominado democracias iliberales, si bien recibe también los nombres de regímenes híbridos o autoritarismos competitivos, una suerte de forma de gobierno donde se mantiene el sistema electoral y el sufragio, pero donde el resto de los elementos democráticos citados en apartados anteriores han sido eliminados total o parcialmente. Hungría y Polonia suelen ponerse como ejemplo, pero también podrían incluirse Turquía e India.
En otros casos, ponen en peligro la propia supervivencia de la democracia debido a la agitación social y a la erosión de las instituciones más elementales. Aquí los grandes ejemplos son Jair Bolsonaro en Brasil o Donald Trump en Estados Unidos.
Por suerte, la terrible gestión de la pandemia los ha hecho decrecer en popularidad, y el sistema pluripartidista brasileño limita en gran medida la acción del ejecutivo, pero los continuos llamados al fraude electoral y la apelación a grupos violentos y/o el ejército han conducido a estos países a una crispación social sin precedentes.
Y es que las declaraciones que han llegado a sostener a estos dos líderes son increíblemente vergonzosas y un insulto a las ideas de democracia y de igualdad. Bolsonaro, por ejemplo, ha llegado a defender sin tapujos las torturas y la represión.
En el peor de los casos, la extrema derecha convierte a los países en dictaduras totalitarias o autoritarias. Esto se ha visto durante el auge de los fascismos en Europa en los años 20 y 30, pero también el las dictaduras militares de América Latina de los años 70 y 80, impulsadas y apoyadas por la CIA, los servicios secretos de Estados Unidos, en el marco de la Operación o Plan Cóndor, una estrategia para impedir el crecimiento de los movimientos de izquierdas.
También existe el particular ejemplo de Ucrania, donde la oposición política se apoyó en las revueltas organizadas por grupos neonazis en 2014 en el mal llamado «Euromaidán» y, cuando llegaron al poder, incluyeron a estos grupos en puestos de poder político y los integraron en el ejército, generando un grave problema de alcance internacional y que ha derivado en multitud de abusos y crímenes.
En general, ideas de extrema derecha se encuentran presentes también en dictaduras como las de Myanmar, Tailandia o Afganistán. En estos casos, se dan violaciones continuas de los derechos humanos e incluso crímenes de lesa humanidad.
Misión: frenar a la extrema derecha
Tras cada cita electoral en España, en el imaginario colectivo se sitúa a Vox en el llamado «bloque de derechas». Parte de la gente y los medios de comunicación hablan de «pactos necesarios» con la extrema derecha, es decir, se asume que si hay una suma aritmética entre PP y Vox, no hay otra alternativa.
Varios expertos en extrema derecha y periodistas como Miquel Ramos han señalado el papel de los medios de comunicación como uno de los principales responsables de la normalización del discurso ultraderechista, y ha alertado acerca de cómo se compran los marcos que imponen en el debate político.
En Italia la situación es todavía peor. Tal y como describe Alba Sidera en su libro Feixisme persistent (2020), los grandes medios se refieren a partidos como La Liga o Hermanos de Italia, cuyos concejales a menudo hacen el saludo fascista en las sesiones plenarias, como «fuerzas de centro derecha».
Gabriel Boric, presidente de Chile de centro izquierda, hablaba hace unas semanas del «grave problema de la inmigración», mientras gobiernos socialdemócratas del norte de Europa asumen las políticas antiinmigración más duras en décadas, como en Dinamarca o en Suecia. Un ejemplo de cómo incluso desde otras ideologías se puede comprar el relato de la extrema derecha.
También existen ejemplos de lo contrario. Países como Alemania o Francia siguen apostando por el llamado «cordón sanitario», un acuerdo verbal de aislar a las fuerzas de extrema derecha del poder institucional. En Grecia, los medios decidieron hace una suerte de «cordón mediático» a Amanecer Dorado para reducir su visibilidad y su publicidad. En Suiza, las fuerzas progresistas y antifascistas han sabido organizarse para disputar el relato de extrema derecha y hacer que sus medidas sean reprobadas en referéndums vinculantes.
Además, por lo general, el discurso de odio y la apología al fascismo está penado en la gran mayoría de los países de Europa en algún modo, y los crímenes donde se considera que el odio ha sido el desencadenante supone un agravante. Esto pasa en España, Francia o Alemania, por ejemplo. Italia también está planteando prohibir los partidos políticos abiertamente neofascistas.
La conclusión parece clara: la extrema derecha no es una opción política más, sino que es una suerte de virus que destruye la democracia, los derechos, las libertades, la igualdad, la justicia social y el medio ambiente, conduce a los países a la polarización y a la crispación, apela y se apoya en miedos irracionales y a problemas de salud mental y contribuye a que el mundo sea, en líneas generales, un lugar peor.
Y es lógico: si la práctica totalidad de expertos, investigadores, politólogos, sociólogos, historiadores… coinciden en que la principal diferencia entre la extrema derecha «antisistema» (la extreme right de Mudde: neofascismos, neonazismos…) y la derecha radical que se integra en el sistema (la populist radical right: alt-right…) es más una cuestión de forma y discurso que de contenido y que, por lo tanto, buena parte de los pilares ideológicos y objetivos son muy similares y/o presentan nexos en común, es razonable tratarlos también de un modo parecido.
Así pues, a la extrema derecha, en todas sus vertientes y formas, hay que pararla.
Por desgracia, nadie parece tener una varita mágica para frenar la ola reaccionaria que amenaza la Humanidad. Poco a poco, se establecen acuerdos generales sobre algunos mínimos, pero el consenso está lejos de alcanzarse.
Uno de los grandes debates gira alrededor del concepto de «democracia militante» y «democracia no militante». Es decir, ¿se deben prohibir este tipo de partidos políticos, así como toda apología a los mismos y las propuestas que pongan en peligro ciertos derechos?¿O los esfuerzos deben centrarse en cuestiones sociales, como la visibilidad en los medios o la educación?¿Quizá un camino intermedio?¿Qué es más importante, el partido o el discurso?
Argumentos y opiniones hay para todos los gustos y de todos los colores. Quizá, el primer paso sería que los agentes sociales y políticos se tomasen en serio la amenaza que supone. A estas alturas, no tiene sentido ignorarlo. Eso no significa necesariamente que se tenga que estar todo el tiempo hablando de ello, es más, quizá la solución es lo contrario: apartar a la extrema derecha de los focos.
Pero lo fundamental es que partidos como Vox no son «el bloque de derechas», no son un «pacto necesario», no son «socios de gobierno», no son «la clave de la gobernabilidad», no es la «oposición», ni interlocutores, ni tertulianos. La extrema derecha no es una ideología o una opinión: es un grave problema.
Si se quieren defender los derechos y las libertades fundamentales, la extrema derecha es una línea roja indiscutible y, cuanto antes asuma la sociedad y los principales poderes fácticos este hecho, antes podremos librarnos de dicho problema.