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Una sociología de las conspiraciones

Uno de los fenómenos más notables de nuestro actual momento histórico, convulso y apocalíptico, es la fuerza y cantidad de las “teorías conspiranoicas” que circulan. Para que algo así se produzca se han tenido que dar unas condiciones históricas casi únicas: Por un lado, la aparición de una pandemia global de grandes proporciones (191 millones de contagios y 4 millones de muertes en julio de 2021). Por otro, la existencia de un entramado comunicativo de bajo coste capaz de poner en contacto al planeta entero en milisegundos. Las redes sociales e Internet se han constituido en semillero de versiones hipotéticas y narraciones alternativas. Esta combinación es lo que el sociólogo Alejandro Romero ha llamado muy acertadamente, una tormenta perfecta.

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Miguel Bosé revolucionó las redes sociales con un hilo en Twitter en el que denunciaba una supuesta "operación de dominio mundial" ejecutada a través de las futuras vacunas contra el covid-19 y de la tecnología 5G.
Una sociología de las conspiraciones

El filósofo Theodor W. Adorno, en un libro poco conocido, Bajo el signo de los astros (1974), se atrevió a diseccionar sociológicamente la astrología. Esta disciplina, lejos de parecerle frívola o intrascendente, revelaba algunas claves de su época. Durante unos meses (1952-1953), el pensador alemán leyó la columna astrológica de “Los Angeles Times” considerando que el horóscopo proporcionaba una ingeniosa radiografía del mundo moderno.

Al alemán le fascinaba que, en un momento de gran racionalismo, pervivieran esos residuos mágicos. Adorno otorgaba a dichos imaginarios una potencia nada despreciable ya que evidenciaban el individualismo desmedido y la sociedad de consumo que despuntaban en esos años. Los pronósticos zodiacales proveían de pautas de interpretación y actuación asequibles, transmitiendo a la vez la sensación personal de atesorar una información privilegiada:

“La astrología crea un status de semi-erudición: permite comprender y simplificar lo complejo a la vez que genera una percepción de ser poseedor de un conocimiento”.

Uno de los fenómenos más notables de nuestro actual momento histórico, convulso y apocalíptico, es la fuerza y cantidad de las “teorías conspiranoicas” que circulan.

Para que algo así se produzca se han tenido que dar unas condiciones históricas casi únicas:

Por un lado, la aparición de una pandemia global de grandes proporciones (191 millones de contagios y 4 millones de muertes en julio de 2021). Ante ella, la medicina se ha topado con un enigma que va descifrando con lentitud. La ciencia ha necesitado unos meses para rearmarse y enfrentarla convenientemente.

Por otro, la existencia de un entramado comunicativo de bajo coste capaz de poner en contacto al planeta entero en milisegundos. Las redes sociales e Internet se han constituido en semillero de versiones hipotéticas y narraciones alternativas. Esta combinación es lo que el sociólogo Alejandro Romero ha llamado muy acertadamente, una tormenta perfecta.

Un cóctel explosivo en las redes

Esa mezcla agitada de una epidemia letal de consecuencias imprevisibles con una fuente inagotable de internautas adictos a las interpretaciones desenfrenadas se ha convertido en un cóctel explosivo. Para muestra, un botón: el 20% de los estadounidenses cree que las vacunas contra la COVID-19 tienen microchips.

Familiarizados con una ciencia todopoderosa, que un virus de unos pocos nanómetros de diámetro pueda poner en jaque al planeta es un hecho al que no estamos acostumbrados. Nuestro arsenal epistemológico y nuestro kit médico no han sido suficientes. No es por un defecto civilizatorio sino porque la ciencia no es religión y no dispone de todas las respuestas. Necesita tiempos y tanteos, ensayos y errores, experimentos y cálculos.

La indeterminación que genera una hecatombe sanitaria como la que hemos vivido, amén de nuestros recortados sistemas de sanidad pública, ha producido una ola de incertidumbre abrumadora. Hay que salpimentar la situación anterior con todo un maremagnum de datos y de controversias estadísticas. Nuestros ábacos sociales y médicos requieren de complejas operaciones de construcción y elaboración que fluyeron a trompicones.

La burocracia forense y la industria del dato bailaron sin cesar los primeros meses en una necroestadística confusa. A la espera de cura médica, enclaustrados en un confinamiento incómodo y ahogados en polémicas numerológicas, aterrizamos en lo que Durkheim hubiera llamado una época de “anomia”, de falta de valores consensuados o de guías normativas compartidas.

Este autor describe tal situación anómica como la ausencia de referencias colectivas que puedan orientar el comportamiento de los individuos y dar sensación de pertenencia. El colapso del orden normativo y la falta de unidad en torno a la ciencia nos ha dejado en una situación de orfandad epistemológica práctica y nos hemos lanzado a buscar otros relatos.

El fenómeno de la infodemia

Por otra parte, la constelación de las así llamadas redes sociales digitales ha dado fermento a un intercambio masivo de todo tipo de información. La libertad de emisión ininterrumpida ha generado también un ruido ensordecedor (lo que algunos han denominado como infodemia). Es decir, la polifonía aparentemente horizontal conlleva aparejada una Babel virtual.

Los caminos que conectan a millones de ciudadanos han servido como amplificador de un teléfono estropeado donde bulos, fake news y medias verdades son indistinguibles. No en vano, la propagación de información en Internet sigue patrones víricos y epidemiológicos. Y los foros de Internet han transformado a personas de a pie en opinadores diletantes y permanentes.

La era del experto ha llegado a su fin

La era del experto ha llegado a su fin porque cualquiera puede serlo o aparentarlo, puede ser influencer (microcelebridades que acumulan followers y likes). Y la tan cacareada “sociedad del conocimiento” o “sociedad de la información” ha dado paso a la “sociedad de la opinión”.

Por tanto, la amalgama final entre una ciencia probabilística con su propio tempo, una ensalada de estadísticas tanatológicas sin par y un vivero digital de leyendas urbanas y conspiraciones planetarias ha engendrado una imparable desconfianza y cuestionamiento de los pilares científicos modernos.

La cuestión es que, discursivamente, estos movimientos se han visto aupados por dos ejes argumentativos:

  • Las ansias de libertad individual (no identificación con elementos colectivos o institucionales).

  • La reivindicación de la investigación propia (no reconocimiento de los expertos).

Es decir, la presentación de un yo soberano y exento de limitaciones externas y la celebración de la autodidaxia digital (conocimiento automedicado): una especie de ego-detectivismo.

Sin entrar en la catalogación ideológica, me interesa más bien recalcar que estos discursos abracadabrantes son un género prototípico de nuestra época. El individualismo y la falta de confianza en la ciencia son un síntoma más de la propia pandemia que están relacionados. La anomia pandémica facilita la búsqueda de narraciones funcionales que den sentido al exceso de incertidumbre globalizada.

De esa forma, los enunciados conspiranoicos han sido capaces de dar cuenta de una situación singular en términos de buenos y malos, de héroes y villanos, de tramas urdidas y de relaciones trazadas con tiralíneas.

Más aún, le han encontrado una causalidad al mundo, correlaciones entre los acontecimientos y un vínculo entre eventos que da a la historia una estabilidad. En esta travesía, los discursos negacionistas facilitan un orden simbólico, un lenguaje para combatir la indeterminación que la ciencia no consigue aplacar. Y con el altavoz de la vida online, las confabulaciones alcanzan una energía descomunal.

La complejidad del universo conspiranoico

Cabe hacer un apunte: el universo conspiranoico, en cualquier caso, no puede ser comprendido de una manera simple y reduccionista. Y menos tildado como una secta de lunáticos o magufos perturbados. Contiene una complejidad y heterogeneidad interna abundante que, en general, comparte relatos deterministas, justificaciones directas y causalidades fuertes.

Estas corrientes coinciden en un continuo desvelar y denunciar connivencias y complots, resolviendo enigmas y puzzles. Todo ello a través de la convicción de que es posible destapar una red de significados ocultos en los eventos históricos.

Donde la ciencia solo puede hablar el idioma de las probabilidades (de contagio o eficacia) y donde el opinódromo virtual funciona las 24 horas, la versión conspiranoica crece y se desarrolla.

La moraleja, no obstante, está sobre la mesa. Quedarnos en lamentar la falta de raciocinio y clamar asombrados por la equivocación humana es inútil. Como indicaba Adorno, la existencia de mitologías astrológicas o de una galaxia de sospechas y supuestas maquinaciones se nutre de condiciones sociales e históricas. Aturdidos por los vaivenes de las recientes crisis económicas, con un tejido social debilitado y atravesados por desigualdades monumentales, la conspiración es una promesa de certidumbre y un refugio individual.

Las circunstancias turbulentas con las que despedimos el siglo XX y hemos estrenado el siglo XXI continúan los sombríos diagnósticos de Adorno. Recordemos, con el pensador alemán, que la proliferación de teorías alternativas o conjeturas de todos los colores, además de sombrear los poderes reales de este mundo, reflejan la fragilidad sobre la que está construido nuestro orden global.

 

Artículo de Igor Sádaba Rodríguez
Profesor de Sociología, Universidad Complutense de Madrid - The Conversation