España vive esta semana sumida en el frenesí electoral previo a la decisiva cita de este domingo. Por primera vez en la historia del estado, hemos sido testigos de dos debates consecutivos entre los 4 principales aspirantes. El lunes en RTVE y el martes en Atresmedia. El primero, comedido, pautado, con el tiempo de cada participante milimetrado y (para ser quienes son) bastante respetuoso. Se podría decir que aburrido, puesto que nadie se salió del guión ni tampoco aportó nada nuevo que pudiera convencer al gran número de indecisos que decidirán las elecciones. En general, se podría decir que fue muy mejorable. Pero después llegó el martes, con un debate mucho más abierto y participativo, y echamos de menos el aburrimiento del lunes. Porque en cuanto se le permitió a los candidatos mostrarse tal y como son, nos dimos cuenta de que mejor que se escondan un poco. Y hablamos principalmente de Rivera, que se dedicó a interferir, molestar y patalear como si fuera una riña en el patio del colegio, llevando el rumbo del debate hacia un fango político que la ciudadanía no se merece. Pedro Sánchez se defendió como pudo, y por momento cayó en las pataletas de Rivera. Casado a lo suyo, intentar defender la difícil postura de un líder de un partido político condenado por corrupción, hundido en las cloacas y dividido. Lo hizo con pocos argumentos y muchas mentiras. Demasiadas hasta para él. De los cuatro candidatos, tan solo uno parecía una persona adulta y coherente que había ido al debate a mostrar su programa electoral. Los demás aspirantes ( los trajeados) parecían por momentos recreaciones virtuales del perfecto candidato neoliberal en busca del voto indeciso, recitando los discursos prediseñados por sus jefes de campaña para la ocasión el lunes, y jugando al "en mi culo rebota y en tu cara explota" el martes.
Sin embargo hay algo que unió ambos debates: la mentira. Un ingente número de datos falsos, medias verdades y tergiversaciones que nos muestran una realidad terrible: nuestros representantes políticos mienten sin pudor. Porque cualquiera puede confundirse involuntariamente a la hora de utilizar datos como argumentos. Somos humanos. Pero cuando esas mentiras vienen preparadas de casa, la cosa cambia. Un candidato a la presidencia del Gobierno debería tomarse muy en serio su credibilidad, y no utilizar premeditadamente datos falsos para manipular a una ciudadanía que está muy cansada de su clase política. Enrocarse en la falsedad y el fango político únicamente favorece a los partidos que pescan votos en la ignorancia y el miedo. La democracia no debería permitir que la mentira se instale en el discurso político. Pero la realidad es que estamos tan acostumbrados a la podredumbre intelectual de nuestros dirigentes, que un debate plagado de falsedades ya ni nos extraña. Es lo normal. Cierto es que Pedro Sánchez "tan solo" dijo algunas medias verdades y ciertas afirmaciones muy discutibles el lunes. El martes "solo" mintió un par de veces. Gracias a su posición de ventaja ante el resto de candidatos, le bastaba defenderse y no cometer ningún error grave. No necesitaba enfangarse demasiado para tener éxito. Pablo Iglesias por su parte demostró ser diferente a sus 3 adversarios, tanto en vestimenta, como en talante e ideología. Tampoco encontramos ninguna mentira en su discurso (algunas ideas se podrían debatir), que se basó en defender la Constitución. Algo huele raro cuando el candidato más escorado a la izquierda se empeña en defender la Constitución vigente, mientras el nuevo representante del IBEX 35 habla de "revolución"...
Fueron precisamente los dos representantes de la derecha los que se dedicaron a enredar el debate con diversas falsedades, engaños y medias verdades. Durante ambos debates se llegaron a decir todas estas MENTIRAS (algunas de ellas repetidas ambos días con alevosía):