Mark Twain, pionero contra las pseudociencias
Artículo de José Ramón Alonso Peña - Catedrático de Biología celular. Neurobiólogo, Universidad de Salamanca
Con una de estas pseudociencias, la frenología, tuvo una larga relación que marcaría su vida y su obra. Clemens nació en 1835 en un pequeño poblado llamado Florida, en Missouri. Cuando tenía cuatro años su familia se trasladó al cercano Hannibal, un pueblo portuario de unos 900 habitantes, situado a la orilla del río Mississippi y donde su padre trabajó como abogado y juez.
Cuando tenía 13 años su madre, que acababa de enviudar, le puso de aprendiz en una imprenta y tres años más tarde empezó a trabajar como linotipista en el Hannibal Journal, bajo el amparo de su hermano Orion. Samuel Clemens era culo de mal asiento, y en los siguientes años trabajó como linotipista en St. Louis, Nueva York, Filadelfia y Iowa.
En 1857, después de ver los numerosos barcos de vapor que atracaban en St. Louis, dejó las imprentas y cambió su profesión a piloto fluvial. Pasó cuatro años navegando por las aguas traicioneras del Mississippi, el gran río que se convertiría en protagonista de parte de sus obras.
En 1861 el río fue cerrado al tráfico comercial debido a la Guerra de Secesión, por lo que Samuel perdió el trabajo y decidió irse con su hermano Orion, que había sido nombrado secretario del Territorio de Nevada. Allí trabajó como minero buscando oro y plata y, tras fracasar en el empeño, empezó a escribir textos para un periódico local que firmó como Mark Twain.
Ese apellido también era un recuerdo fluvial. Twain significaba una altura de agua de dos brazas, unos 3,7 metros, una buena profundidad que auguraba una navegación segura. De allí Samuel Clemens partió hacia California, donde su vida se fue centrando en la literatura.
Escribió para la prensa, fue enviado de corresponsal a Hawái por un periódico de Sacramento y empezó a escribir libros. Sus obras están sembradas de humor, de historia, de comentarios sociales, de opiniones sobre timos médicos y científicos, y de denuncias de supuestas verdades sin fundamento y alertas sobre creencias que necesitaban un examen más sopesado o ser directamente descartadas por su estulticia.
Considerado el más admirado escritor norteamericano del siglo XIX y un gran humorista, sus obras están protagonizadas por caracteres vívidos y creíbles. El presidente William Howard Taft, luego de la noticia del fallecimiento de Twain, declaró:
«Mark Twain nos deleitó a millones de personas, y sus obras seguirán deleitando a millones más aún por llegar. Nunca escribió una línea que un padre no pudiera leer a una hija. Creó una parte imperecedera de la literatura norteamericana».
Aunque no tenía formación científica de ningún tipo, Twain era un maestro para describir la psicología humana, sus vulnerabilidades, sus defectos, a menudo en descripciones cargadas de ironía, pero también de introspección y observación. William Faulkner lo llamó «el padre de la literatura norteamericana».
Twain descubre la frenología
La frenología fue fundada por Franz Joseph Gall (1758–1828), aunque él rechazaba ese nombre y prefería llamarla craniometría. Su idea básica era que las inclinaciones básicas de una persona, sus fortalezas y sus talentos, se podían identificar palpando su cráneo y localizando bultos, señal de que la zona cerebral subyacente estaba hipertrofiada. Depresiones o huecos indicaban, por el contrario, que esa zona cerebral estaba poco desarrollada y esa persona fallaba en esa capacidad o habilidad.
En la Europa continental cayó en el desprestigio pronto, pero en Gran Bretaña y en Estados Unidos se expandió durante mucho más tiempo. Allí, formaba parte de la realidad cotidiana en ciudades y pueblos.
El contacto de Mark Twain con la frenología fue muy temprano. En su autobiografía contaba como un frenólogo ambulante visitaba cada cierto tiempo Hannibal, la pequeña ciudad portuaria donde transcurrió su infancia. Así lo cuenta:
Uno de los que llegaba con más frecuencia a nuestro pueblo de Hannibal era el frenólogo peripatético, que era popular y siempre bienvenido. Reunía a la gente y les daba una conferencia gratuita sobre las maravillas de la frenología, luego tocaba los bultos de sus cabezas y hacía una estimación del resultado, a veinticinco centavos por cabeza.
La gente salía satisfecha de esas interpretaciones de su personalidad. No era para menos, siempre eran positivas, al fin y al cabo, eran clientes y nadie paga con gusto por recibir malas noticias. No obstante, el niño Samuel se quedaba sorprendido de que el frenólogo comparase frecuentemente las cabezas de los lugareños con la de George Washington, y encontrase grandes similitudes y, consiguientemente, las mismas virtudes que el gran militar y político norteamericano. Pero ¿a quién no le gustaba ser asemejado con tan excelso y admirado personaje? Twain decía así:
Este acercamiento general y cercano a la perfección debería haber despertado sospechas, quizá, pero no recuerdo que lo hiciera. Tengo la impresión de que la gente admiraba la frenología y creía en ella y que la voz del incrédulo no se escuchó en la tierra.
Al principio intentó entender la frenología realizando esquemas del cerebro con los principales «órganos mentales», regiones corticales descritas por los frenólogos especializadas en una función determinada como el ahorro o la habilidad musical.
Progresivamente se fue volviendo más y más escéptico sobre aquellas ideas, que no veía que encajasen con la realidad. Los retratos frenológicos aparecen también en su obra. Por ejemplo en Jul’us Caesar, una pieza basada en un joven que conocía de Hannibal, el protagonista era descrito de la siguiente manera:
«[Tenía una] complexión muy gruesa y pesada; pelo rojo largo y fiero, y un rostro grande, redondo y tosco, que parecía una Luna llena en la última etapa de la viruela».
En cuanto a su cráneo e intelecto, escribió que
«era una curiosidad frenológica: su cabeza era un enorme bulto de Aprobación [un órgano mental que se definía como un afán excesivo de ser objeto de aprobación o elogio]; y aunque era tan ignorante y tan vacío de intelecto como un hotentote, sin embargo, la gran niveladora e igualadora, la arrogancia, le hizo creerse plenamente talentoso, culto y tan guapo como es posible que un ser humano sea».
Los experimentos de Mark Twain
Años más tarde, Twain haría su propio experimento sobre la frenología. Para ello eligió a dos de los frenólogos más reputados, los hermanos Fowler. Orson Squire Fowler (1809–1887) y su hermano menor Lorenzo Niles Fowler (1811–1896) consiguieron convertir la frenología en un negocio muy rentable.
Los hermanos abrieron consulta en Boston, gabinete que pronto ampliaron con otros dos en Filadelfia y Nueva York. Allí ellos y sus ayudantes leían cráneos, publicaban libros y revistas, proporcionaban tablas, calaveras, moldes de cabezas y bustos de porcelana y ofrecían cursos de formación. Para promocionar su negocio viajaban constantemente y daban charlas y vendían su parafernalia en grandes ciudades y pueblos remotos.
Los Fowler cultivaban una frenología «moderna». En primer lugar valoraban «la constitución, el temperamento y la conformación del sujeto», se fijaban en su aspecto y su forma de vestir y probablemente le sonsacaban toda la información posible para afinar el «diagnóstico». Luego se centraban en el tamaño y forma general del cráneo y finalmente analizaban los órganos mentales uno por uno, asignando números desde 1 (para los más pequeños) a 7 para los más grandes. Con eso construían tablas y esquemas que entregaban al cliente.
En 1906 Twain recibió una carta de un «caballero» inglés que creía firmemente en la frenología y le planteaba que por qué nunca le había interesado lo suficiente para escribir sobre ello. La respuesta de Twain es una maravilla:
En Londres, hace 33 o 34 años, hice una pequeña prueba de frenología para mi mejor información. Fui a Fowler bajo un nombre falso y examinó mis elevaciones y depresiones y me dio una tabla que llevé a casa, al Hotel Langham y estudié con gran interés y diversión, el mismo interés y diversión que habría encontrado en la carta de un impostor que se hiciera pasar por mí, y que no se pareciera a mí ni en un solo detalle bien definido. Esperé tres meses y fui de nuevo a ver al Sr. Fowler anunciando mi llegada con una tarjeta con mi nombre y apellido. De nuevo me llevé un gráfico elaborado. Contenía varios detalles muy definidos de mi carácter, pero no tenía ningún parecido con la tabla anterior.
En otro documento contó en más detalle cómo había sido el examen. En la primera visita:
Fowler me recibió con indiferencia, movió los dedos por mi cabeza sin ningún interés, y nombró y estimó mis cualidades con una voz aburrida y monótona. Dijo que yo poseía un coraje asombroso, un espíritu anormal de una audacia, un valor, una voluntad de hierro, una intrepidez sin límites. Me sorprendió esto, y también me gratificó.
No lo había sospechado antes; pero entonces se escabulló al otro lado de mi cráneo y encontró un bulto allí que llamó “Precaución”. Esta joroba craneal era tan alta, tan montañosa, que redujo mi bulto de coraje a un mero montículo en comparación, aunque había sido tan prominente hasta ese momento -según su descripción- que debería haber sido una cosa capaz de colgar ahí mi sombrero, pero se convirtió en nada, ahora, en presencia de ese Matterhorn al que llamaba mi Precaución. Me explicó que si ese Matterhorn hubiera quedado fuera de mi esquema de carácter, habría sido uno de los hombres más valientes que haya vivido jamás -posiblemente el más valiente- pero que mi cautela era tan prodigiosamente superior a ella que abolió mi coraje y me hizo casi espectacularmente tímido. Continuó sus descubrimientos, con el resultado de que salí sano y salvo, al final, con un centenar de grandes y brillantes cualidades; pero que perdieron su valor y no eran nada porque cada una de las cien estaba unida a un defecto opuesto que le quitaba toda la efectividad.
Lo que siguió fue aún más sorprendente para el desconcertado cliente de Fowler, que parecía haber disfrutado al encontrar las palabras correctas para hacer la historia aún más memorable y decididamente más divertida.
Sin embargo, encontró una cavidad, en un lugar; una cavidad donde un chichón habría estado en el cráneo de cualquier otro. Esa cavidad, dijo, estaba sola, y no tenía un chichón opuesto, aunque su elevación era leve, para modificar y mejorar su perfecta integridad y aislamiento. Me sorprendió diciendo que esa cavidad representaba ¡la ausencia total del sentido del humor! Ahora casi se interesó y parte de su indiferencia desapareció. Casi se volvió elocuente sobre esta América que había descubierto. Dijo que a menudo encontraba bultos de humor tan pequeños que apenas se notaban, pero que en su larga experiencia fue la primera vez que se encontró con una cavidad donde debería haber un bulto.
Tenemos que pensar que en esa época Twain ya era reconocido como uno de los grandes humoristas de su generación. A continuación escribió cómo se sintió después de esta primera visita al frenólogo de fama mundial:
Estaba herido, humillado, resentido, pero me guardé estos sentimientos para mí mismo; en el fondo creía que su diagnóstico estaba equivocado, pero no estaba seguro. Para asegurarme, pensé que esperaría hasta que olvidara mi cara y las peculiaridades de mi cráneo, y luego volvería de nuevo y vería si realmente sabía de lo que había estado hablando, o solo se lo había ido inventando.
Twain declaró que en la segunda visita Fowler no lo reconoció cuando volvió, y que el frenólogo le proporcionó una segunda lectura del cráneo que no podría haber sido más diferente de la primera:
Una vez más hizo un descubrimiento sorprendente:
la cavidad [para el sentido del humor] había desaparecido, y en su lugar había un monte, hablando en forma siempre figurativa, de diez mil metros de altura, el más alto bulto de humor que jamás haya encontrado en toda una vida de experiencia. Salí de su presencia con prejuicios contra la frenología, pero puede que como le he dicho al caballero inglés, que debería haber conferido el prejuicio a Fowler y no sobre el arte que estaba explotando.
Hay dudas sobre si la visita a la consulta de los Fowler sucedería como él la relató o, como buen escritor, construyó una historia divertida «mejorando» un poco lo que realmente pasó. No parece lógico que Fowler no se acordase del rostro ni la cabeza de Twain pocos meses después de la primera cita. Nunca lo sabremos. Mark Twain observó con curiosidad todo el mundo a su alrededor, tenía pasión por la humanidad, por comprender los comportamientos, por mejorar el mundo a su alrededor, por romper con creencias estúpidas y, también, por entretener. Lo hizo sin duda con esta historia.