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La COP26 tiene un plan para la agricultura, y es como mínimo muy discutible

La propuesta agrícola y ganadera de la COP26 evita acometer una reforma integral del sector alimentario y apunta a fomentar el uso de variedades de cultivos «resistentes al calor, la sequía y las inundaciones». ¿Y quién proporcionará estas nuevas variedades?En vez de apoyar las pequeñas explotaciones ecológicas para multiplicar su implantación local y avanzar en esa línea de investigación, ¿está la COP26 haciendo de agente comercial de los nuevos productos de Monsanto? 

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Imagen tomada en Malasia: donde antes había una selva tropical rica en biodiversidad hoy hay un monocultivo dedicado al aceite de palma. Foto: NAZARIZAL MOHAMMAD / UNSPLASH
La COP26 tiene un plan para la agricultura, y es como mínimo muy discutible

Dinero público para acometer la transición verde hay. Pero sobre este tema sobrevuelan dos grandes dudas: ¿se destinará la cantidad suficiente? y ¿se gastará de forma adecuada? Cuarenta y cinco países han llegado a un acuerdo en la COP26: destinar 4.000 millones de dólares para fomentar una agricultura y una ganadería más respetuosas con el medioambiente. Aunque se entiende que no será a partes iguales, la media está clara: 89 millones por país. La cumbre continúa, pues, haciendo grandes anuncios sobre compromisos ecológicos minúsculos.

Pero siendo una cantidad de dinero exigua, lo más importante es el fondo, el cómo se gastará ese dinero. Según lo expuesto, esos millones irán destinados a promover innovaciones agrícolas para desarrollar nuevas variedades de cultivos «resistentes al clima» y «soluciones de regeneración» para mejorar la calidad del suelo. La prioridad para la COP26, antes que favorecer los productos ecológicos, los alimentos de temporada, el comercio de proximidad y la producción y el consumo responsables (se estima que el 17% de toda la producción de comida acaba en la basura), parece ser hallar una solución tecnológica que no cuestione la estructura del actual sistema alimentario.

La propuesta estuvo encabezada por el Reino Unido, como también ocurrió con el objetivo de frenar la deforestación para 2030 (que, por cierto, está directamente relacionada con uno de los nueve límites del planeta, el de la biodiversidad, ya sobrepasado con creces, por lo que es un problema que no puede alargarse durante ocho años). «Para mantener el objetivo de los 1,5 ºC necesitamos acciones por parte de toda la sociedad, incluida una urgente transformación del modo en que gestionamos los ecosistemas, producimos y consumimos alimentos a escala global», afirmó el ministro británico de Medioambiente, Alimentación y Asuntos Rurales, George Eustice. El político conservador, como viene siendo habitual entre sus correligionarios, pide un esfuerzo a «toda la sociedad», no sólo a una parte de ella, que es la que más contamina. Sin ir más lejos, su jefe, Boris Johnson, después de hablar en la COP26 sobre la importancia de preservar los bosques tropicales, se desplazó a una cena con amigos en un jet privado.

La excusa para ejecutar este gatopardismo agrícola y ganadero (que todo cambie para que todo siga igual) es la «seguridad alimentaria». «Es necesario implementar una transición justa y equilibrada que proteja el modo de vida y la seguridad alimentaria de millones de personas en todo el mundo», indicó Eustice. En teoría, no se puede alimentar a 7.000 millones de personas en el planeta sin recurrir a sistemas intensivos que son perjudiciales para el medioambiente.

Estamos, pues, ante la metáfora de la manta corta: si te tapas la cabeza, te destapas los pies. Según los líderes mundiales reunidos en Glasgow, hay que elegir entre morir de hambre (ya) o morir por los efectos del calentamiento global (más lentamente). Aunque, al respecto, hay que puntualizar que no moriremos todos (como erróneamente dice el dinosaurio virtual de la ONU), sólo morirán los pobres, lo que a priori tampoco parece un mal arreglo para las élites financieras contaminantes.

¿Una maldición inevitable?

Que la agricultura intensiva sea una maldición inevitable para la humanidad es algo que no está del todo claro. Numerosas experiencias a pequeña escala han abierto el debate sobre unos cultivos ecológicos que podrían ser tan productivos o más que las grandes explotaciones regadas con fertilizantes artificiales y nacidas de semillas patentadas y no replicables. En la serie Porvenir aparecía el ejemplo de la finca de Alfonso Chico de Guzmán en La Junquera (Murcia). En el documental Animal, el de la granja de Charles y Perrine Hervé-Gruyer, en Normandía, que se ha convertido en un emblema de la permacultura, una forma de cultivar que crea sinergias entre los seres vivos, tanto plantas como animales. Aseguran que es 10 veces más productiva. Y éstas no son las únicas maneras de acometer cambios en la agricultura. Algunos métodos se conocen desde hace milenios.

«La agricultura rotativa [por ejemplo] disminuye notablemente las enfermedades de las plantas y las plagas y evita que se agoten los nutrientes del suelo. Por tanto, en estos cultivos no es necesaria la aplicación de tantos insecticidas y fertilizantes para conseguir buenos rendimientos», aseguraba el biólogo Ricardo Reques en un artículo en Climática. «Algo parecido es aplicable al consumo de carne o pescado dependiendo de cómo han sido criados los animales o de qué forma han sido capturados», añadía.

Aparte de arrasar bosques primarios ricos en biodiversidad para implantar monocultivos (como el del aceite de palma en el sudeste asiático o la soja en Brasil), la agricultura industrial ha provocado un desequilibrio del nitrógeno y el fósforo en el planeta a través de los fertilizantes. Estos nutrientes, cuando no son absorbidos por los cultivos, se filtran a los ríos y los acuíferos, contaminando el agua dulce necesaria para mantener la prosperidad de los ecosistemas (en los que nos incluimos los humanos, claro). Y, finalmente, llegan al mar, el otro pulmón del planeta. El Báltico, por ejemplo, es el mar más contaminado de la Tierra y se debe a los fertilizantes usados en las explotaciones agrícolas cercanas. El Mar Menor ha pasado por el mismo proceso de eutrofización.

La agricultura y la ganadería producen, además, un 25% de los gases de efecto invernadero expulsados a la atmósfera. Entre estos gases, uno de los más peligrosos es el metano, y en la COP26 también se han comprometido a reducirlo (aunque no se han sumado a la iniciativa algunos de los mayores emisores, como China, Rusia, Australia o India, que lo emiten sobre todo por medio de la minería). Así que estamos ante otro compromiso, al parecer, insuficiente.

La propuesta agrícola y ganadera de la COP26 evita acometer una reforma integral del sector alimentario y apunta a fomentar el uso de variedades de cultivos «resistentes al calor, la sequía y las inundaciones». ¿Y quién proporcionará estas nuevas variedades?

En vez de apoyar las pequeñas explotaciones ecológicas para multiplicar su implantación local y avanzar en esa línea de investigación, ¿está la COP26 haciendo de agente comercial de los nuevos productos de Monsanto? Habrá que verlo.

 

Artículo de Manuel Ligeroclimatica.lamarea.com