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ULRICH BRAND, PROFESOR DE POLÍTICA INTERNACIONAL EN LA UNIVERSIDAD DE VIENA

"La sociedad no puede ser cambiada desde arriba: hay que cambiar los discursos, pero también las relaciones de poder"

La crisis ecológica se profundiza y demanda soluciones reales, diferentes de lo que ofrece la ilusión del capitalismo verde y las respuestas de un mercado financiero que busca transformar toda la naturaleza en mercancía. Sin embargo, la izquierda aún encuentra dificultades para formular un programa de transición que enfrente de raíz el problema y tiende a huir de debates sobre qué hacer con los sueños de la clase trabajadora, cuando de lo que se trata es su calidad de vida y mejorías materiales. Con su nuevo libro Modo de vida imperial (Tinta Limón, 2021), Ulrich Brand y Markus Wissen proponen conectar los modos de producción y consumo del sistema capitalista con las relaciones coloniales y extractivistas globales. El modo de vida imperial, según los autores, no es uniforme y no afecta a todos los habitantes en los países más ricos, pero sí es globalmente omnipresente en las estructuras de distribución de recursos, infraestructura y ganancias.

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"El decrecimiento no significa tener menos de todo, sino liberarnos del imperativo capitalista de crecer". Foto: Lisa Bolyos - CC BY-SA 4.0
"La sociedad no puede ser cambiada desde arriba: hay que cambiar los discursos, pero también las relaciones de poder"

Las élites en el Norte y el Sur global viven un modo de vida imperial sin limites, mientras los trabajadores de cada país viven en conflicto: por ejemplo, cuando la degradación del sistema de transporte público del Norte lleva al uso de más coches a costa de impactos negativos de extractivismo en el Sur. Y el calentamiento global pone a los más pobres y vulnerables en mayor riesgo, estén donde estén. 

 

Entrevista con ULRICH BRAND - Profesor de Política Internacional en la Universidad de Viena, miembro del Grupo Permanente de Trabajo «Alternativas al Desarrollo» e integrante el comité asesor de Blätter für deutsche und internationale Politik. Es autor, junto con Markus Wissen, de Modo de vida imperial (Tinta Limón, 2021).

Ulrich, en el libro ustedes hablan de un «modo de vida imperial» como un sistema que excluye a poblaciones y modos de vidas enteras, y que esa exclusión luego es naturalizada por las personas que viven bajo el modo de vida imperial. ¿Se trata de una forma de alienación?

Efectivamente, el modo de vida imperial apunta a diferentes formas de inclusión y de exclusión. Tanto en el Norte global como en el Sur, mucha gente vive bajo condiciones de extrema desigualdad, que claro pueden tomar diferentes formas según el lugar donde uno vive, de sus ingresos y trabajo, de su movilidad y una larga etcétera. Pero se trata de un sistema que integra hasta a la gente excluida y empobrecida, de manera que uno vive el modo de vida imperial al tomar un bus para trabajar en una minería, al tomar una Coca-Cola, al consumir los productos fabricados en China, etc. 

Entonces el modo de vida imperial es un modo de imponer un sistema de vida que al mismo tiempo excluye, porque supone que no todos pueden vivir al mismo nivel. La otra cara de la moneda, es decir, de esos consumos que recién mencioné, son las malas condiciones de trabajo de la gente que produce los celulares, que trabaja en la minería, en la explotación de la naturaleza. Si pensamos en el trabajo minero, refleja exactamente la ambigüedad a la cual apuntamos en nuestro libro: el obrero minero es excluido del modo de vida imperial, pero al explotar la naturaleza también quiere vivir —y hasta cierto punto vive— del modo de vida imperial.

Es decir, ¿el modo de vida imperial es un concepto que remite a la idea de que la crisis ecológica tensiona algunos conflictos entre trabajadores del Norte y del Sur?

El capitalismo siempre es división y polarización. En un principio es creación de una riqueza para pocos, pero puede hasta alcanzar a proveer un nivel de riqueza para unos cuantos, sobre todo para las clases medias urbanas en el Norte global y en un sector del Sur global. Y esa misma riqueza causa crisis y precarización para la mayoría de la gente del Sur y también para una capa importante del Norte global. Pero, históricamente, el compromiso formado entre el trabajo y el capital bajo el capitalismo industrial recae sobre los hombros de la naturaleza. 

El fordismo de la posguerra, con su gran aceleración del uso de recursos para producir nuevos productos de consumo —coches, casas y diversas mercancías— era un pacto entre capital y trabajo, y fue así hasta en países del Sur, como Brasil y Argentina. Claro que había informalidad en el Sur, pero existió una capa importante en Brasil que vivió el modo de vida imperial de la periferia. Lo importante es que ese pacto se hizo a costa de la naturaleza. Y con la politización de la crisis medioambiental a partir de los años 60 en adelante, el presupuesto subyacente de ese compromiso comenzó a ser cuestionado. Y ese cuestionamiento, con la digitalización, la globalización, y la nueva división internacional del trabajo de hoy, no ha hecho más que crecer y profundizar. 

Hay nuevos proyectos de minería de litio en España y Portugal. Pero, mientras los ambientalistas españoles y portugueses se oponen enérgicamente a la destrucción de la naturaleza dentro de sus propios países, no dicen casi nada sobre proyectos similares en Argentina y Chile. ¿Cómo hacer causa común con luchas territoriales de este tipo?

Cómo explican en su libro, el modo de vida imperial es tanto un modo de producción como de consumo. A primera vista una forma de solidaridad internacional puede darse por el lado del consumo. Pero eso también invita a ciertas críticas que, de hecho, hicieron de tu libro: que criticar el modo de vida imperial implica identificar la raíz del problema apenas con nuestros consumos.

El ejemplo de Portugal es importante, porque ahí la estructura económica no es puramente extractivista. En cambio, como dice Alberto Acosta, el ADN de América Latina es el extractivismo. No es apenas una actividad económica, sino una estructura social de relaciones de clase, de género y de todo. Todos los imaginarios regionales de progreso, de crecimiento y de desarrollo están vinculados con el extractivismo hace siglos. 

En Portugal hay una crisis económica pero sigue siendo una economía mucho más mixta. Hay industrialización, servicios, turismo, agricultura, y ahora encima de todo viene la minería. Es decir, yo creo que oponerse a secas al extractivismo en un lugar como Portugal puede resultar un poco cínico, si es que no ven la otra cara de la moneda en América Latina y África.

Lo que quiero decir es lo siguiente: una salida puede ser mantener altos estándares ecológicos y sociales no solo en Portugal y la Unión Europea, sino a nivel mundial, pero, igualmente importante, que estos estándares sean negociados con los habitantes locales y no con las multinacionales. Uno puede imaginar un proceso en el cual, a través de la inversión pública, se promueve un extractivismo no violento y más consensuado. El modo de vida imperial, en cambio, es esencialmente un proceso violento. Pero pensando en alternativas, puede que no vayamos acabar de un día a otro con la explotación y apropiación de la naturaleza, pero sí avanzaremos hacia procesos más democráticos que benefician a los habitantes de los territorios.

Al hablar de un modo imperial queremos resistir una dinámica que se impone en todas las discusiones acerca de la sustentabilidad, cuya base moral es la individualización de la responsabilidad: que el consumidor o la consumidora pueden hacer la diferencia si solo fueran a consumir más verde. Obviamente, es una línea de pensamiento totalmente neoliberal, que el consumidor puede aportar el modelo del sujeto político.

Al hablar de un modo imperial queremos resistir una dinámica que se impone en todas las discusiones acerca de la sustentabilidad, cuya base moral es la individualización de la responsabilidad.

La activista brasileña Camila Moreno siempre comenta algo muy relevante aquí: los vuelos suelen ser baratos en Brasil, algo que criticamos con razón en Europa; pero el precio de los vuelos permite que los trabajadores de Rio de Janeiro o de São Paulo no tengan que tomar un autobús durante tres noches para ver a su familia. Es decir, es un claro avance, aunque sea al mismo tiempo parte del modo de vida imperial. Hay que mantener a la vista estas ambigüedades y contradicciones y no moralizar sobre los migrantes de Brasil trabajando en São Paulo.

Hay alternativas basadas en experiencias muy concretas. Hay luchas posextractivistas valiosas, pero es igual o más importante no romantizar las experiencias de esas comunidades que, sí, todavía existen y mantienen la biodiversidad más o menos intacta, especialmente al resistir al monocultivo. Sabemos que la forma global de nutrirnos no pasa por la agricultura industrializada; eso ya lo dice la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.

Sabemos que un modo global de movilidad no pasa por utilizar coches ni por aviones. Por supuesto, vamos a tener vuelos y hasta ciertos coches particulares, pero no como la vía principal para moverse. En sus movimientos cotidianos, sabemos que la gente va a moverse mucho más por el transporte público. Hay que facilitar ese tipo de movilidad al tiempo de reducir la movilidad forzada; es decir, hacer que la gente no tenga que salir de São Paulo o Berlín o donde sea para volver a vivir en el campo porque no puede pagar el alquiler en las ciudades.

Pero, por más atentos que estemos hoy en día sobre la necesidad de cambios de raíz, existe un cierto modo de vida imperial con el llamado greenwashing que es muy poderoso. Cuando nos dicen que ser ecológicamente responsable significa comprar un coche eléctrico o poner paneles solares en su casa, o comprar comida orgánica o no comer carne, que, por cierto, son todas acciones buenas en sí mismas, dejamos de preocuparnos por las políticas públicas que harán falta. Mientras tanto, nada cambia en el modo de vida imperial; solo se reproduce la ilusión del capitalismo verde.

Claro, hay muchísimo greenwashing en el mundoPero el greenwashing es marketing, es decir, es para sentirse bien con todo lo malo que haces. Sin embargo, creo que en los últimos diez años surgió otro problema, que es el capitalismo verde. Parte de las élites están reaccionando a los cambios de opinión pública sobre el clima con un nuevo proyecto de modernización ecológica del capitalismo. 

Hay mucha gente, empresas y hasta gobiernos que realmente quieren cambiar algo, pero se quedan a mitad del camino. No cuestionan las formas capitalistas de la mercancía, del crecimiento de la ganancia, etc. Nadie cuestiona el modo de vida imperial. En ese mismo sentido, creo que un nuevo frente para las luchas emancipatorias y el pensamiento crítico es no caer en la trampa de una dicotomía entre el antiecologismo de Bolsonaro y Trump, y el ecologismo capitalista.

El capitalismo verde tiene la virtud de ofrecer algo concreto que puedes hacer, sin mayor interrupción a tu vida normal. En cambio las políticas más radicales no solo exigen más de nosotros sino que pueden ser imprecisos, invitando algunos incluso a caer en el error de pensar que estamos luchando para una suerte de eco-austeridad.

Lo cierto es que la crisis se intensifica y hace más urgente esas políticas radicales. El verano pasado en Alemania fue feroz, con inundaciones, sequías y más. Hay que organizar una campaña de concientización y politización acerca de los límites estructurales que enfrentamos. En América Latina, hay personas como Maristella Svampa y Enrique Viale que hablan de un colapso ecológico; aquí en Europa no se habla más de cambio climático. Con los Fridays for Future, se habla de una crisis climática, algunos de un desastre climático. 

Uno de los más importantes científicos del clima, Hans Schnellnhuber, de Potsdam Institute for Climate Impact Research, publicó un libro hace algunos años que hablaba del «autoincendio» de la humanidad. Son metáforas que indican que esta crisis va a profundizarse y que las respuestas verdes de la modernización no van a alcanzar. Por supuesto, si no se cuestionan las formas sociales, las relaciones de poder, la lógica de crecimiento y competitividad –porque, siempre se afirma que hay que tratar la crisis ecológica con crecimiento y competitividad– si estas lógicas se mantienen, no vamos a resolver ningún problema. Todo lo contrario: los problemas van a agravarse.

Entre los gobiernos de centroizquierda de América Latina, que sea Lula en Brasil, Fernández en Argentina o López Obrador en México, existe una perspectiva desarrollista con un denominador común: la idea de que nosotros podemos ser como el Norte. En materia ecológica, los gobiernos progresistas de la región siempre insisten en que los países del Norte tuvieron su oportunidad y ahora deben reducir su calidad de vida para que nosotros podamos recorrer el mismo camino.

El modelo que proponen es el de una vida digna, pero aún así es una vida capitalista. En un extremo, esto puede manifestarse en un reclamo al derecho de hacer nuestra propia destrucción de la naturaleza. Y aquí hay un gran problema: el derecho a la destrucción no existe, o no debería existir ante la evidente catástrofe ambiental que vivimos.

Estoy de acuerdo con la descripción que haces de los gobiernos de América Latina. Tomemos los ejemplos de Brasil o Argentina: se autoperciben como sociedades con una meta determinada que es el «desarrollo», lo que en otras palabras es una modernización capitalista al modelo del Norte global. Esa también es una suerte de reconciliación poscolonial, que tuvo eco en los dichos de Fernández cuando afirmó que los argentinos «bajaron de los barcos» provenientes de Europa. Ese deseo de ir o volver a Europa, de emular a Europa, sigue firme.

La sociedad latinoamericana es una sociedad de clase, tremendamente desigual y que destruye la naturaleza. Se sabe que durante la fase del superciclo de commodities había cierta distribución de la renta en Brasil, pero no había una redistribución del poder, como no había una reconsideración del extractivismo ni había iniciativas oficiales para pensar en economías más regionales y sustentables.

En una entrevista, Alberto Acosta dijo que el concepto de modo de vida imperial no es una cuestión de trasladar un concepto desde el Norte al Sur, sin más. Es también una forma de ver la propia realidad en América Latina de una manera diferente. Hay que pensar bien cómo un modo de vida que efectivamente viene del Norte esté traducido y vivido cotidianamente en el Sur global. 

Camila Moreno dice que el modo de vida imperial es parte de la industria cultural, que no es solo un modelo económico. Con Facebook, Netflix, Amazon, Google, la buena vida del Norte global se hace presente en los hogares y en la cotidianidad de la gente de forma mucho más intensa que en los años 50 o los 60. Entonces, hay que ver cómo vamos a abordar estos deseos, que no son apenas de las élites: están presentes tanto dentro de la población como de los gobiernos, las multinacionales, los capitales privados y públicos.

El concepto del modo de vida imperial está muy entrelazado: no hay una causa y después un efecto, sino toda una constelación. Creo que, por eso, el concepto de modo de vida imperial ha tenido una buena recepción en América Latina, donde puede explicar algunas de las cotidianidades propias de la sociedad.

Por más que reconozcamos los problemas del desarrollismo, hay países como China, Brasil, pero también Bolivia, donde el crecimiento ayudó en la lucha contra el hambre y la pobreza. ¿Cómo tratar esta ambigüedad?

Hay que reconocer los avances históricos que se han hecho. Por ejemplo, en China, hubo avances en términos de mejorar las condiciones de vida de mucha gente, un cuarto de la población, tal vez. Es decir, tampoco son todos los chinos los que ahora viven mucho mejor, sino 300 o 400 millones. Partiendo del concepto del modo de vida imperial, mi pregunta es: ¿cuáles eran las condiciones de esa dinámica?. El dispositivo suponía emular el modo de vida del Norte. En los años 80 y 90, ¿por qué no se fomentó en China una estrategia de desarrollo del transporte público? Ahora empiezan con el tren de alta velocidad, pero después de tres décadas de incentivar la producción de coches y aviones. ¿Dónde estaban las alternativas a la agricultura industrializada, que es tan fuerte ahora? 

Es que China, por medio de estrategias del gobierno y de las empresas transnacionales, también fomenta el modo de vida imperial. El 80% de la soja de Brasil va a China para los animales. No son solo cifras, son territorios en Brasil y son gigantescos. Se puede hablar, tal vez, de cierto «subimperialismo» de China, importando los recursos y haciendo dependientes a América Latina y a países vecinos de su economía. 

Mi pregunta, de nuevo, es: en un partido que se dice comunista, socialista, ¿qué lugar ocupan los elementos ecosocialistas? Y con ello no me refiero solamente a cuidar más de la naturaleza, sino también a tener un comercio internacional justo, a permitir cierto desarrollo y prosperidad económica para otros países, como en América Latina, sin explotar la soja y otros recursos.

En Brasil, la prioridad de primer orden es sacar a Bolsonaro. Es decir, las discusiones sobre el momento posterior de que Lula gane las elecciones en 2022 todavía están en un segundo plano.

Aún así, en relación a su modelo económico, Lula representa un tipo de desarrollismo. A la vez, sabemos que muchos movimientos y sindicatos de trabajadores cercanos al Partido de los Trabajadores quieren un cambio más radical en cuanto a política climática y ecológica. Eso plantea el mismo desafío que venimos conversando: de qué modo impulsar una transición climática y otras políticas energéticas en base a políticas populares.

La sociedad no puede ser cambiada desde arriba, aunque sea por un presidente. Hay que cambiar los discursos, pero también las relaciones de poder. Cambiar el eje de la política industrial del país, impulsar otra agricultura, todo eso implica una lucha feroz con la bancada ruralista, con los evangélicos y con el capital. Yo creo que muchas veces se pierden de vista estos dilemas y solo se piensa en una secuencia de modernización-crecimiento-progreso, que incluso puede contemplar un crecimiento un poco alternativo, pero sin llegar a cuestionar las lógicas dominantes.

¿Cabe lugar para un antimperialismo que también sea ecológico, es decir, que reconozca las tensiones y ensaye nuevas respuestas más allá de la idea dominante del desarrollo y del «derecho» de los países periféricos a explotar por sí mismos la naturaleza?

Un antimperialismo ecológico tiene que cambiar la propia sociedad. La vieja forma de antiimperialismo estaba basada en la solidaridad internacional entre los movimientos antiimperialistas del Sur Global. En los años 70 y 80, se decía que en Europa no había nada que hacer, que había que poner toda la energía política en el apoyo a los movimientos de liberación en el Sur. Nuestro argumento es que, claro, es importante ser solidario, pero hay que pensar en cómo reestructurar nuestro modo de producción y vida imperial para dejar espacio a esos otros países. Después, cada país, cada región tiene sus luchas. Lo importante es dilucidar cuáles son los procesos locales que pueden ir en paralelo a otros globales.

Y eso implica que en Europa tampoco podemos romantizar las luchas feministas, los indígenas, o los antiextractivistas en América Latina. Yo estuve con los Zapatistas en Viena, moderando una discusión con Fridays for Future y System Change not Climate Change. Era evidente que nuestras respuestas pueden inspirarse en esas otras experiencias, como las de los Zapatistas, pero el contenido de nuestras propuestas debe ser moldeado por nuestras propias realidades.

En parte la discusión de una política antimperial desde el Sur involucra la demanda de transferencia de recursos para el desarrollo de tecnologías. Aún así, ¿cómo responder a las críticas que dicen que, en la medida que estamos en contra del desarrollo como proyecto colonial, también nos oponemos a la tecnología y a los modos de vida más confortables?

Creo que hay que redefinir la vida simple. Lo simple no es volver hacia atrás a un modo de vida que ya existía o querer vivir como los pueblos andinos o como los pueblos indígenas en Brasil y al mismo tiempo ignorar sus condiciones de vida. Lo simple es, como lo llamamos nosotros, un «socialismo de infraestructura»: tener la infraestructura social de salud, de educación, de movilidad, y apoyar cierta producción agrícola como para poder vivir bien. Es, digamos, la condición societal básica que necesitamos. Pero, como ya comenté antes, esto también tiene una dimensión subjetiva. ¿Cuáles son los procesos de aprendizaje? 

Lo simple no es volver hacia atrás a un modo de vida que ya existía. Es, como lo llamamos nosotros, un «socialismo de infraestructura».

Debemos entender esto como una revolución cultural de la cotidianidad. Una vida con menos cosas significa otra producción. Si un buen transporte público en Berlín o en Sao Paulo significa menos coches, ¿qué significa eso para los trabajadores de la industria automotriz? Hay que dar respuestas. Porque si no lo hacemos, ellos van a defender hasta lo último sus puestos de trabajo, y nadie puede negarles ese derecho. Debemos ser muy claros sobre a qué nos referimos cuando hablamos de una transición justa. Redefinir lo simple es todo menos simple: es pensar otro modo de vida, un modo de vida solidario. 

Es una cuestión de calidad, pero también de cantidad, ¿no? Es decir, no siempre significa vivir con «menos».

Yo creo que el decrecimiento no significa tener menos de todo, sino liberarnos del imperativo capitalista de crecer. Crecimiento capitalista ya es otra cosa completamente distinta. El imperativo capitalista de crecer tiene que ver con las relaciones de clase, de propiedad, de poder. Hay que liberarse de eso y pensar en cuestiones de calidad de vida y en la cantidad de cosas que tenemos. El decrecimiento implica deshacernos del imperativo de crecer, y a eso, de nuevo lo llamamos socialismo de infraestructura. 

Pero cualquier socialismo de infraestructura exige inversiones, empleo y recursos. De nuevo volvemos al reproche de la ecoausteridad que, efectivamente, está presente entre algunos sectores del movimiento climático.

Es una ambigüedad de los movimientos actuales. El cambio que nos ofrecen ahora es de la austeridad, pero ya sabemos que no es ninguna alternativa. El cambio no puede recaer sobre las espaldas de los trabajadores. Hay que pensar bien en los proyectos de transición. Nosotros hacemos la distinción entre lo que llamamos change by design versus change by disasterChange by disaster es una crisis feroz que normalmente pesa sobre la gente más vulnerable. Pero change by design, lo que sería un tipo de ecosocialismo, es un proyecto y un horizonte con muchos conflictos, contingencias y problemas, pero no es en absoluto la austeridad. A esta altura, cuando la gente escucha hablar de austeridad, sabe cuales son sus costos reales. No hay verdadera redistribución si no se redistribuyen también el poder, las ganancias y la riqueza.

 

↑1 Sabrina Fernandes es doctora en Sociología por la Universidad de Carleton (Canadá) y editora de Jacobin Brasil.