Eulixe

Relámpago

"El amor, la revolución, el conocimiento, la poesía son relámpagos que hay que hacer durar, como dura el aire que se ilumina alrededor de tu cabeza. Sabemos que son inseparables del rayo; que su separación es solo una ficción lingüística y visual. Pero de esa ficción –la de que el relámpago sea una cosa distinta del rayo– depende materialmente la conservación y transformación de un mundo humano cada vez menos habitable".

pexels-andre-furtado-1162251
Foto de Andre Furtado en Pexels

Por Santiago Alba Rico - CTXT

En su obra Les matinaux (1950) René Char, héroe de la Resistencia y uno de los más grandes poetas del siglo XX, escribió un poema brevísimo: “L'éclair me dure”, que en español podría traducirse como “el relámpago se me hace largo”. Las cuatro sílabas del poema de Char concentran esa experiencia paradójica de una brevedad fulgurante que, sin embargo, parece no acabar nunca. Esas cuatro sílabas, como l'éclair mismo, no tienen fin y su duración inesperada, membranosa como la eternidad, pone nervioso al poeta, que querría saltarse también ese obstáculo. Una posible interpretación de la frase, en efecto, evocaría la impaciencia del enamorado o del místico, a los que cualquier extensión, por pequeña que sea, se les hace muy larga. Hace muchos años, en un libro olvidado, yo utilizaba este verso –que Char me perdone– para describir el llamado “tiempo real” de las nuevas tecnologías, cuya velocidad, siempre insuficiente, convierte el gesto de pasar la página de un libro, de abrir una puerta, de desnudar un cuerpo en trabajos irritantes e interminables.

Si Char habla –hablase– de la impaciencia, la traducción española, porque dura más, traiciona el poema original al mismo tiempo que recoge más fielmente la irritación poética contra el obstáculo de la duración. Me explico. El original francés es breve como el éclair; la traducción española es larga como el “relámpago”, una palabra, esdrújula y zigzagueante, que siempre me ha gustado mucho. El poema de Char tiene cuatro sílabas, la traducción española el doble, la mitad de ellas contenidas, sí, en ese “relámpago” que parece desplegarse, desdoblarse, repetirse cada vez más lejos, pero siempre dentro de sí mismo. Nuestro “relámpago” comparte la etimología con el italiano lampo, tan sucinto como el éclair; provienen los dos del griego lampas, que quiere decir “antorcha” o “llama”. Ahora bien, el prefijo intensivo re, anticipo ya del trueno, le añade no solo longitud sino además sonido; el sufijo gutural ago, por su parte, apaga dulcemente su luz, como si fuera más cola de cometa que fogonazo. En todo caso, en castellano el poema de Char se nos hace largo, lo que es una manera también bonita de recoger el sentido, si no el significado o el vestido, de su sinestesia temporal. La contradicción entre el latigazo de luz y la duración percibida es más intensa en la brevísima expresión francesa; la traducción, por su parte, es una extraña síncopa musical que debilita el tropo y enfatiza el sentido. 

Aunque no pueden vivir por separado, sabemos que la percepción y el lenguaje distinguen entre la dimensión eléctrica del fenómeno, el “rayo”, y su dimensión luminosa, el “relámpago”. El rayo es, ante todo, golpe y por eso potencialmente mortal, como lo indican el francés foudre y el italiano fulmine, usados metafóricamente para el choque amoroso que llamamos “flechazo”: el golpe inesperado de un rayo devastador. En castellano no tenemos derivados de “rayo”, pero sí tenemos “fulminar” y “fulminante”, el verbo y el adjetivo que se le asocian de manera natural. El rayo fulmina, el rayo es fulminante. “Como del rayo” se le muere a Miguel Hernández su amigo Ramón Sijé. Y en la última escena de la novela Justine, del marqués de Sade, una rayo malévolo mata a la protagonista, que ha abierto la ventana, cuando se cree ya a salvo de todos los abusos y atropellos que han marcado su vida. Los rayos matan entre diez y quince personas al año en España, entre quince y veinte en Francia, más de sesenta en EEUU. En Suiza, por otra parte, causan la muerte de mil cabezas de ganado todos los años y se recuerda aún en Auvergne el rayo que el 1 de agosto de 1932 fulminó a 450 corderos de un solo zarpazo. Casi alivia pensar, entre tanta bomba y tanta máquina, que el cielo antiguo, la naturaleza sin edad, pueda entrar aún en nuestra burbuja narcisista y robarnos la vida; el rayo nos recuerda, en efecto, que nuestra mortalidad sigue formando parte de la naturaleza, cuya potencia nunca podrá ser vencida. En todo caso, el rayo fulminante traduce mejor que cualquier otra metáfora el misterio de la muerte; no es que un rayo pueda aún matarnos; es que nos mata siempre un rayo: todos morimos, sí, “como del rayo”. Pues es tan inconmensurable la mínima distancia entre el último latido de un cuerpo y el silencio definitivo que solo la puede cubrir, y solo “de repente”, y solo brutalmente, un rayo. 

Casi alivia pensar, entre tanta bomba y tanta máquina, que el cielo antiguo, la naturaleza sin edad, pueda entrar aún en nuestra burbuja narcisista y robarnos la vida

Lo que caracteriza al rayo es el golpe y la mortalidad; lo que caracteriza al relámpago es la velocidad. Para que nos hagamos una idea: el relámpago viaja a una velocidad media de entre 450 y 1.400 kilómetros por segundo y, aunque en 2018, en el norte de Argentina, uno llegó a durar 16 segundos, lo normal es que apenas duren 0,2 segundos. Es esta velocidad la que justifica la paradoja poética del l'eclair me dure de Char; o la que abona, en general, metáforas y sinestesias enlazadas al relámpago; la que permite a César Vallejo, por ejemplo, escribir: “Cuando hablaron del aire a voces, cuando hablaron muy despacio del relámpago”; la que nos permite encontrar asimismo un “relámpago en reposo” y un “perezoso relámpago” en la obra de Octavio Paz. Si el relámpago nos sirve para enfatizar la velocidad (“ocurrió en un relámpago”), un relámpago sólo puede ser ralentizado poéticamente. Para hacerlo durar tenemos que hablar de él.

Inseparable de esta velocidad, el relámpago es luz: una luz vertiginosa que quiebra el espinazo al cielo. Digámoslo así: mientras que el rayo baja y rompe la tierra, el relámpago sube y agrieta el cielo. Esta diferencia –entre golpe y velocidad– se captura mejor si reparamos en el hecho de que el relámpago no se puede dibujar. Si lo dibujamos se convierte inmediatamente en un rayo, como el que figura amenazador en las torres de alta tensión o entre las manos de Zeus. No lo podemos dibujar porque en realidad no lo podemos ver; es tan rápido que solo podemos haberlo visto. ¿Y qué es lo que hemos visto? Hemos visto, trepando el firmamento, la antigüedad del mundo, su profundidad milenaria, su duración obstinada, cuya voz retumbante y lejana es el trueno. El relámpago, por así decirlo, nos dura desde el principio de los tiempos. Es una grieta en el cielo, una quebradura de luz que dura en el cosmos desde el primer bostezo del universo, mucho antes de la aparición de la vida. Por eso las tormentas nos aterrorizan y, al mismo tiempo, nos liberan; liberación indisociable del terror que nos producen. Nos estremece pensar de dónde vienen, nos libera sentir que el mundo es más grande y más viejo y más poderoso que uno mismo. En algunos pueblos del pirineo aragonés se conservan aún las “esconjuraderas”, cobertizos de piedra –primitivos refugios antiaéreos– donde se reunían los vecinos las noches de tormenta para escuchar juntos, bien arrimados, el estrépito del tiempo y leer en alta voz la conjuratio tempestatis, temblorosas jaculatorias contra la tempestad. Los dinosaurios han muerto; el relámpago dura. Cuando mueran los hombres, el relámpago seguirá agrietando el cielo. 

No se puede representar, decimos, y solo se puede ralentizar nombrándolo. No lo vemos y, sin embargo, el relámpago lo hemos visto siempre ya. Porque el poema de Char también se puede leer de otra manera. Ese paradójico me dure expresa, sí, la impaciencia frente a una máxima velocidad que yo percibo como intolerablemente larga, porque mi deseo es mucho más rápido que la luz. Pero se puede interpretar también –el francés así lo permite– en el sentido de que un relámpago, como un recuerdo o unos zapatos, nos puede durar más o menos tiempo. ¿No decimos “aún me dura el sabor de tu boca”? ¿O “aún me duran estas botas que me compré en 1999”? Que el éclair me dure quiere decir exactamente eso: que “me dura” desde el principio del universo y me durará hasta mucho después de mi muerte. El rayo me mata, el relámpago me dura: porque me hace durar más allá de mí mismo. 

Así que de esta diferencia podríamos extraer la siguiente conclusión: debemos tratar de aplazar o evitar los rayos y de prolongar lo más posible, en cambio, los relámpagos.

Veamos.

El flechazo es rayo, el amor es relámpago. Frente a la mirada mortal que nos derriba –experiencia, por lo demás, maravillosa–, el amor más bien mira. Tonino Guerra, el genial guionista de Fellini, fue también un gran poeta en dialecto romagnolo. Uno de sus poemas, igualmente muy corto, dice así: “¿Qué es el aire? Eso que se ilumina alrededor de tu cabeza”. Cada vez que te miro –viene a decir– un relámpago quieto, el aire mismo, te señala; el aire dura alrededor de tu cabeza. El rayo me mata, el relámpago te retiene en mi mirada. Todos podemos ser retenidos en la mirada del otro. Por eso se dice que el amor salva. Pero necesita condiciones. Hoy lo que nos falta es aire alrededor de las cabezas.

La revolución, tantas veces causa o efecto de la guerra, acaba sucumbiendo a la violencia que combate y que la combate y oculta así lo verdaderamente decisivo

La violencia es rayo; la revolución es sobre todo relámpago. En ningún otro caso se ve tan claramente la diferencia entre los dos ni la íntima contradicción dolorosa que los funde y los separa. La revolución, tantas veces causa o efecto de la guerra, acaba sucumbiendo a la violencia que combate y que la combate y oculta así lo verdaderamente decisivo: ese relámpago que ilumina otra sensibilidad colectiva y otro mundo posible. La violencia fundadora, porque es también zapadora, reprime y retrasa los cambios que el relámpago anunciaba y demandaba. Lo que el relámpago ilumina, el rayo lo destruye. Por eso vamos tan despacio.

Twitter –y el dominante periodismo twittero– es rayo; el conocimiento es relámpago

Twitter –y el dominante periodismo twittero– es rayo; el conocimiento es relámpago. De joven, durante meses, durante años, leía y leía en vano, sin entender nada, La fenomenología del espíritu de Hegel. Hasta que de pronto, una tarde, en un relámpago, lo entendí todo: un paso inesperado de la cantidad a la calidad muy hegeliano. No sé qué pasó, pero lo cierto es que, de un momento a otro, atravesando un pasaje que había leído ya muchas veces, se hizo la luz en mi cabeza: como el aire de Tonino Guerra, pero por dentro. Un relámpago, sí. Lo interesante de este relámpago –el del conocimiento– es que introduce en nuestras vidas, hacia delante y hacia atrás, una duración completa. Quiero decir que el alzheimer podrá hacerme olvidar a Hegel, pero no puedo dejar de entender lo que entendí; aún más: hasta tal punto el conocimiento no tiene vuelta atrás que no puedo recordar ya la ininteligibilidad de Hegel. ¿Qué significaba, cómo era eso de no entender a Hegel? Lo mismo pasa, por cierto, con los derechos, como nos enseña siempre Carlos Fernández Liria: en un relámpago llegamos a saber un día, tras enconadas luchas y en un momento concreto de la Historia, que todos los seres humanos son iguales, que la esclavitud y la tortura y la tiranía son crímenes; por mucho que se pueda voltear de hecho la situación, una vez que sabemos que el Derecho es un derecho, sabemos al mismo tiempo que lo hemos sabido siempre y que, si solo alcanzamos este saber en un momento concreto de la Historia, a partir de ese momento la Historia lo ha sabido siempre: los humanos esclavizados o torturados en el siglo V o en el XV ya eran iguales a nosotros. Lo mismo pasa, por desgracia, con los conocimientos científicos de doble uso. El relámpago de la fusión atómica, por ejemplo, dura y durará en la memoria de la humanidad; y que se convierta o no en rayo de nuevo –como lo fue en Hiroshima– dependerá de la represión de ese conocimiento, en manos de fuerzas económicas y políticas muy poco fiables y en sí mismas excesivas. 

Los humanos esclavizados o torturados en el siglo V o en el XV ya eran iguales a nosotros

La muerte, en fin, es rayo; la poesía es relámpago. He mentido. En realidad el poema de René Char no es tan corto. Dice, sí: “L'éclair me dure”. Pero ese es el primer verso. El segundo, apenas más largo, añade: “La poésie me volera de la mort” o –en castellano– “la poesía me robará de la muerte”. El relámpago ilumina los escombros que ha destruido el rayo: esos escombros son el poema. Pero la luz dura, me dura, nos dura, y su duración, que no puede impedir la acción fulminante del rayo –pues son escombros lo que queda–, nos permite mirarlos –los escombros– desde un lugar imposible, poblado de voces que se dan el relevo sin cesar, que la muerte no puede matar. La poesía es nuestra esconjuradera en medio de la tempestad. 

El amor, la revolución, el conocimiento, la poesía son relámpagos que hay que hacer durar, como dura el aire que se ilumina alrededor de tu cabeza

El amor, la revolución, el conocimiento, la poesía son –acabo– relámpagos que hay que hacer durar, como dura el aire que se ilumina alrededor de tu cabeza. Sabemos que son inseparables del rayo; que su separación es solo una ficción lingüística y visual. Pero de esa ficción –la de que el relámpago sea una cosa distinta del rayo– depende materialmente la conservación y transformación de un mundo humano cada vez menos habitable. 

Y que no nos ha durado nada.