Por Angelo Nero, en Nueva Revolución
Lo que está ocurriendo desde el 27 de septiembre pasado en Artsakh, el conflicto de Nagorno-Karabaj, como lo llama la prensa internacional, no es un conflicto, es una agresión, es una invasión y es una ocupación, es un claro intento de la Turquía de Erdogan y del Azerbaiyán de Aliev de iniciar un nuevo genocidio contra el pueblo armenio. Es más que una guerra. Armenia, junto con Artsakh, suman una población de 3.150.000 habitantes; Turquía, junto a Azerbaiyán, suman una población total de 92.000.000 de habitantes. Además, Turquía y Azerbaiyán cuentan con un ejército 29 veces más grande y tecnológicamente más avanzado que el armenio, y, por si no fuera poco, en sus filas cuentan con terroristas sirios y libios, contratados para acabar tanto con militares como con civiles armenios. Insisto, es más que una guerra. Armenia no tiene intención de invadir a nadie, ni de masacrar a nadie, ni de entrar en guerra con nadie. Son tres millones de armenios y armenias que solo quieren vivir en paz y prosperar en su tierra madre. La tierra santa de todos los armenios del mundo. Pero parece ser que, una vez más, no tenemos derecho a esto.
Así de contundente se expresaba Hovik Keuchkerian, el actor armenio-español nacido en Beirut, de donde, precisamente su familia tuvo que huir debido a la guerra civil que asoló el país de los cedros, conocido principalmente por su interpretación de Bogotá en la serie La Casa de Papel, aunque tenga ya una docena de películas en su carrera. No dudó en volver a sus orígenes como boxeador, para noquearnos con un asalto de siete minutos, de verdades como puños, de las que duelen, porque nos ponen contra las cuerdas, a todos y cada uno de los ciudadanos de esta Europa que asiste, como en 1915, al inicio de un nuevo genocidio, sin hacer nada por detenerlo.
Porque ya no cabe duda de las intenciones de la Turquía de Erdogan en su intento de reeditar el Imperio Otomano, con esa ofensiva panturquista que, a través de sus mercenarios yihadistas, tanto sufrimiento ha llevado a los castigados pueblos de Libia y Siria, con especial saña con aquellas que defienden la Revolución de Rojava, como continuidad del exterminio cultural y social que, dentro del estado turco, llevan décadas aplicando a los kurdos, ilegalizando a sus movimientos políticos, llenando sus siniestras cárceles con miles de activistas y guerrilleros de esta etnia, así como con miles de disidentes políticos turcos.
En su delirante ofensiva, Turquía también ha avivado nuevos conflictos, en Irak, Chipre, Grecia, incrementados aprovechando el colapso en la política internacional, provocado por la pandemia.
Armenios, asirios, yazidies, griegos, kurdos, chipriotas… tantos pueblos amenazados por las ansias imperialistas de Erdogan, como nos decía Narek, hace unos días, desde Ereván: El papel de Turquía en esta guerra es realmente malo. El régimen de Erdogan es peligroso para todo el mundo. Especialmente para sus países y para otras nacionalidades del estado turco.” A lo que añadiría que el presidente turco también es un peligro para Europa, para esa democracia frágil y burguesa, pero democracia todavía, rehén del segundo ejército de la OTAN, de los acuerdos en política migratoria, y en los estrechos lazos económicos. Narek, voluntario en una ONG armenia que procura vivienda y alimento para los miles de refugiados de Artsakh –se habla de que la mitad de su población ha huido de la guerra-, sobre los que nos escribió: no tengo familiares en Artsakh, pero es nuestra nación, ellos son mis hermanos y hermanas. Hay familias que no tienen hogar o simplemente huyeron por el peligro de sus vidas debido a los bombardeos. Salieron de sus casas llevándose nada con ellos, literalmente nada. Proporcionamos alimentos, ropa y artículos de higiene para las familias. Estoy tratando de no pensar en la guerra porque es horrible. Todos los días me encuentro con niños venidos de Artsakh que me miran esperando buenas noticias, mientras los civiles siguen perseguidos, heridos, asesinados.
A pesar de la poca cobertura que se le ha dado en los medios de comunicación del estado, son ya, afortunadamente, algunas las voces que nos explican la historia y la geopolítica del conflicto, como el politólogo Abel Rui en La Zurda, o Pablo González en Eulixe y Gara, los dos de forma brillante, de los intereses de Rusia, principal exportador de armas a Azerbaiyán, pese a ser aliado de Armenia; o de Irán, rival de Turquía en la región, aunque temerosa de soliviantar a los millones de azerís que viven dentro de sus fronteras. A mí me gustaría hablar del sufrimiento de la población de Nagorno-Karabaj, de los muertos, heridos o desplazados, como la joven Lala, que huyó de Stepanakert a Ereván, y que nos da noticias de sus azarosos días, mientras sus amigos combaten en el frente y sus abuelos permanecen escondidos en los sótanos, bajo el incesante fuego de la artillería y de los drones azerís, que ni tan siquiera respeta las treguas humanitarias en Moscú.
Toda esa generación de jóvenes que salieron a las calles, yo fui testigo hace dos años en Ereván, con la revolución de terciopelo de Nikol Pashinyan, está ahora amenazada por Erdogan y Aliev, y está gritando al mundo para que pare este nuevo genocidio que está en marcha, esta nueva página oscura de la historia de la humanidad. Parece que estoy otra vez caminando por el Tsitsernakaberd, al recordar:
Son muchos los armenios que suben hasta aquí, por lo menos una vez en la vida, para colocar flores en tres lugares distintos: junto al muro donde están grabados los nombres de los cien pueblos que arrasaron los turcos durante las masacres; en la base de la gran estela de basalto, de casi cincuenta metros de altura, que apunta hacia el cielo señalando el renacimiento del pueblo armenio; y especialmente en torno a la llama perpetua en torno a la cual se alzan doce grandes losas dispuestas en círculo, que recuerdan las doce provincias que ahora están dentro de las fronteras del estado turco. Es imposible no estremecerse antes de entrar en el museo, donde nos mostrarán con toda su crudeza todo tipo de documentos que acreditan el genocidio.
Esto describe con crudeza los intereses de un gobierno que se dice de izquierdas, pero que tiene una política exterior de derechas, abandonando el pueblo armenio frente a Turquía, como hace con el pueblo saharaui frente a Marruecos, con el palestino frente al estado sionista, o apoyando a los golpistas latinoamericanos en Brasil, Bolivia, Venezuela, siempre obediente a los intereses de las empresas del IBEX 35, que no tienen a los derechos humanos en su lista de dividendos.
Un gobierno que vuelve a ignorar a los pueblos que piden paz y democracia, frente a los que imponen guerra y totalitarismo, no pueden representarnos, y en nuestra mano está que cambie la orientación de su política exterior, solidarizándonos con ese pueblo armenio, cuyos mejores hijos combatieron también aquí al fascismo en las Brigadas Internacionales.