¿Cómo se convierte una democracia en un régimen totalitario de extrema derecha?

En los últimos años, los europeos nos hemos convertido en testigos de un proceso que, con sus altibajos, se está consolidando en el viejo continente: la expansión de las formaciones de extrema derecha. Por la mente de muchas personas transcurren las siguientes preguntas: ¿Es posible que las formaciones de extrema derecha se hagan con el poder en los Estados europeos? ¿Y en ese caso, que ocurriría? La respuesta es compleja. Sin embargo, la toma de poder por parte de los nazis en los años 30 del siglo XX nos enseña que, en determinadas ocasiones, lo impensable se convierte en realidad. El estudio del caso alemán es de vital importancia para entender cómo una democracia se puede convertir en un régimen totalitario de extrema derecha. Aunque la sociedad actual es distinta, y, por ende, es muy improbable que se repita la misma dinámica totalitaria, se pueden sacar patrones que son perfectamente aplicables a la actualidad, aunque de distinta forma. Es imposible  pronosticar que ocurrirá si una formación de extrema derecha se hace con el poder en la actualidad. Lo que queda claro, sin embargo, es que, si se dan las condiciones adecuadas, podríamos asistir a la desintegración de las democracias.

Bundesarchiv_Bild_183-H12704,_Bad_Godesberg,_Vorbereitung_Münchener_Abkommen (1)
Adolf Hitler en Bonn en 1938. Fuente: Wikipedia.
¿Cómo se convierte una democracia en un régimen totalitario de extrema derecha?

Si observamos la historia, nos daremos cuenta que la ascensión de los nazis al poder se efectuó de manera gradual. El 20 de mayo de 1928 se celebraron elecciones federales en Alemania. En aquella ocasión, el partido nazi encabezado por Hitler obtuvo menos del 3% de los votos. Sin embargo, 5 años después, en las elecciones federales celebradas el 5 de marzo de 1933, obtuvo el 43.91% de los votos (era canciller desde el 30 de enero de 1933). Estas fueron las últimas elecciones multipartidistas celebradas en Alemania hasta 1946.

El 23 de marzo, mediante la intimidación, la represión y las negociaciones, Hitler logró que se aprobara la Ley Habilitante que le otorgaba plenos poderes “temporalmente”. Concretamente, la ley estipulaba que iba a durar cuatro años a menos que el Reichstag lo renovara, lo que ocurrió dos veces (debido al control absoluto de los nazis). Esta ley marcó la transición de la República democrática de Weimar a la dictadura nazi totalitaria. Hitler comenzó inmediatamente a abolir los poderes de los estados federados y puso en el punto de mira a partidos y organizaciones políticas. Con la excepción del partido nazi, los demás partidos fueron oficialmente ilegalizados el 14 de julio, y el Reichstag renunció a sus responsabilidades democráticas. La ley no invadía los poderes del presidente, y Hitler no alcanzaría su pleno poder dictatorial hasta la muerte del presidente Hindenburg en agosto de 1934.

En su ascenso, Hitler se topó con una sociedad rota y una clase media resentida: humillada por la Primera Guerra Mundial y absolutamente empobrecida por la gran depresión. Mediante las nuevas técnicas de propaganda [véase el trabajo de Goebbels], Hitler se alzó como el nuevo mesías, y llegó a conquistar la mente y los corazones de todos aquellos que se sentían perdidos, sin fe y sin esperanza en aquella Alemania caótica de los años 30. Les ofreció “la salvación”, la pertenencia a algo superior, una razón de ser en última instancia. La idea del nuevo Reich, algo que se describió como el paraíso bíblico, encajó a la perfección en aquella sociedad desmoralizada.

Hitler logró llegar a todos los segmentos sociales. Además de obtener el respaldo de la extrema derecha, arrasó entre los nacionalistas, conservadores y los veteranos. Por otro lado, hay otros segmentos en los que el apoyo fue superior a la media también: la población rural, muy receptiva al lema de “sangre y tierra”; los jóvenes, que les parecía atractivo el énfasis que hacían los nazis en la fuerza, el vigor, la camaradería y la esperanza en el futuro; las mujeres, que se vieron convencidas por la promesa de orden y autoridad y los protestantes, que mostraban más del doble de apoyo al partido que los católicos. Es decir, obtuvo el apoyo de los que se sentían, de una manera u otra, ignorados o traicionados por el gobierno de Weimar.

En su ascensión al poder, uno de los elementos clave fue la identificación de los “verdaderos culpables” de todos los males: los comunistas y en especial los judíos. Aunque no tuvieran nada que ver con la desgraciada situación que vivía Alemania en los años 30, Hitler se las ingenió para que la sociedad alemana aceptara la nueva “verdad”. Como bien se sabe, es más fácil culpar de todos los males a un colectivo visible que al mismo sistema capitalista o a la coyuntura internacional. Paralelamente, para la sociedad es más fácil focalizar su odio vital contra un “enemigo” concreto y visible que contra algo que no se puede ver pero que se percibe.

Dentro de la Alemania nazi y en los territorios ocupados por los regimientos de la muerte se crearon vastos mataderos humanos que tenían como único fin erradicar a aquellos que “no eran humanos” según los nazis o que suponían algún peligro para la consolidación de las aspiraciones políticas del III Reich y sus aliados locales. ¿Tanto los decisores como los responsables directos del exterminio de millones de personas sufrían algún tipo de psicopatía o estaban “poseídos por la maldad”?

La respuesta es simple y complicada a la vez: no en la mayoría de los casos. Muchas de las personas que decidían sobre la suerte de millones de personas o que trabajaban en su exterminio directamente no eran unos psicópatas y diferentes de la gente “normal” y actuaban dentro de la normalidad una vez que terminaban su “trabajo”. Eran buenos padres, maridos y compañeros, o, mejor dicho, su praxis social se adecuaba a los estándares de la normalidad.

¿Entonces qué les empujaba a masacrar millones de personas? Por ejemplo, según la filósofa Anna Arendt, Adolf Eichmann, un miembro de alto rango en el régimen nazi y uno de los mayores organizadores y responsable directo de la solución final, no era en realidad un fanático o un sociópata, sino una persona extremadamente normal y mundana que no pensaba por sí mismo y que estaba motivado por la promoción profesional en lugar de la ideología. Creía en el éxito que consideraba el principal estándar de la “buena sociedad”. Sus acciones fueron motivadas por una especie de complacencia que no era nada excepcional. “Él personalmente nunca tuvo nada en contra de los judíos”, afirma.

Durante su encarcelamiento antes de su juicio, el gobierno israelí envió no menos de seis psicólogos para examinar a Eichmann. Estos psicólogos no encontraron rastros de enfermedad mental, incluido el trastorno de la personalidad. Un médico comentó que su actitud general hacia otras personas, especialmente su familia y amigos, era "muy deseable", mientras que otro comentó que el único rasgo inusual que mostraba Eichmann era ser más "normal" en sus hábitos y habla que la persona promedio.

A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un monstruo. Únicamente la pura y simple irreflexión […] fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. No era estupidez, sino una curiosa, y verdaderamente auténtica, incapacidad para pensar. [Para Eichmann, la Solución Final] constituía un trabajo, una rutina cotidiana, con sus buenos y malos momentos. Eichmann no fue atormentado por problemas de conciencia. Sus pensamientos quedaron totalmente absorbidos por la formidable tarea de administración que tenía que desarrollar. No fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales – Anna Arendt

Hubo muchos Eichmann en la Alemania nazi. Personas que no cuestionaban lo que hacían, que no median las consecuencias de sus actos y que los integraban dentro de la normalidad. Fueron entrenados para no pensar y obedecer. E hicieron lo que les enseñaron. No hubo en ellos ninguna reflexión que les empujara a decidir entre lo que era correcto y lo que no, aunque exista siempre ese camino, sino que, mediante la obediencia ciega siguieron el mandamiento de sus superiores.

A partir de la década de los 30 el poder de los nazis en todas las esferas políticas como sociales era tal que había muy poco margen para la crítica y el debate. Es decir, la adopción de la Ley Habilitante marcó un punto de no retorno, ya que permitió que un régimen democrático se convirtiera en uno de los regímenes totalitarios más sanguinarios de la historia moderna. Primero las SA y luego la Gestapo y las SS aplicaban una fría y calculada represión, mientras que las masas mostraban su apoyo incondicional al Führer. La propaganda surtió su efecto y se logró crear una “nueva sociedad” que seguía el nuevo liderazgo y el nacionasocialismo.

Sin embargo, no todos los alemanes se rindieron bajo el influjo de Hitler, los nazis y su retórica nacionalsocialista. Tanto los socialdemócratas como los comunistas plantaron cara a Hitler. Su resistencia fue contundente, sobre todo en el caso de los comunistas, que acabaron siendo una de las primeras víctimas de la maquinaría represiva nazi. A lo largo de su mandato, Hitler fue objeto de decenas de atentados que no consiguieron su último fin, es decir, su asesinato, debido a las extremas medidas de seguridad que le rodeaban.

Uno de los intentos más celebres fue el que ocurrió el 20 julio de 1944. Conocido como el Plan Valquiria, fue orquestado por conspiradores civiles y militares con el objetivo de asesinar a Hitler y poner fin a la Segunda Guerra Mundial. Inspirados por el Círculo de Kreisau, un grupo de resistencias civil de Alemania compuesta por personas pertenecientes a la nobleza, socialistas, cristianos y conservadores, el coronel del Estado Mayor Claus Von Stauffenberg y otros intentaron a asesinar a Hitler en la “guarida del lobo” y dar un golpe de Estado.

El golpe fracasó y los responsables fueron ejecutados o represaliados. Poco tiempo después, el 30 de abril de 1945 Hitler se suicidó en su búnker de Berlín, después de provocar la muerte de millones de personas, destrozar un continente entero y de sacrificar, en los últimos días del Tercer Reich, a los elementos más vulnerables de la sociedad, es decir, a los jóvenes (incluso críos) y ancianos en “la defensa final de Alemania”.