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¿Se puede concebir un cerebro separado de la persona?

Neurocientíficos como el español Rafael Yuste, ideólogo de la BRAIN Initiative, han puesto en marcha propuestas como la de los neuroderechos, que pretenden adelantarse a los posibles avances para proteger derechos fundamentales. Entre ellos: ¿qué sucederá cuando el cerebro humano se fusione con dispositivos de inteligencia artificial? ¿Cómo se preservará la privacidad de los datos que recojan tales dispositivos? ¿Hasta qué punto los seres humanos conservarán la responsabilidad de sus acciones en esta situación? ¿Cómo puede garantizarse que este futuro cercano no ensanchará la brecha entre ricos y pobres? Pero hay algo crucial que la neurociencia debe comprender: estas cuestiones trascienden los límites de cualquier campo concreto del saber. Y su respuesta depende en gran medida de qué se entiende por persona humana. Sin olvidar ninguna de sus tres dimensiones: la biológica, la subjetiva y la social. El reto de alcanzar una neurociencia que las integre tiene que ser acometido en el presente para tener un impacto en las neurotecnologías del futuro. Es un problema humano, y no “transhumano”.

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¿Se puede concebir un cerebro separado de la persona?

Artículo de Javier Bernácer (Investigador en el Grupo Mente-Cerebro, Instituto Cultura y Sociedad (ICS), Universidad de Navarra) y  José Ignacio Murillo (Profesor Titular de Filosofía, Universidad de Navarra)

 

El estudio del cerebro vive un momento dulce. Esta es una frase que lleva empleándose desde los años noventa, en que el presidente de los Estados Unidos, George Bush, declaró el inicio de la década del cerebro. Ese periodo original fue extendido a los primeros años del siglo XXI, en que el desarrollo de las técnicas de neuroimagen ofrecía un panorama ilusionante para estudiar el órgano principal de la mente humana. La inversión en neurociencia alcanzó su culminación con la BRAIN Initiative proclamada por Barack Obama en 2013, el Human Brain Project de la Comisión Europea, y las otras cinco iniciativas mundiales –australianajaponesasurcoreanachina y canadiense– que prometen desentrañar los secretos del cerebro.

En todos estos mastodónticos proyectos, la neurociencia aparece aliada con la física, la ingeniería, la genética y la computación, para impulsar el conocimiento del cerebro a través de las neurotecnologías. Esto es, novedosas técnicas de muy diverso calado que, entre otras cosas, pretenden conocer y replicar pequeñas redes neuronales, manipular su actividad y mejorar la interacción entre el cerebro y la máquina.

Los retos éticos derivados de este desarrollo son, con frecuencia, alarmantes. Se entiende por tanto que cada una de las siete iniciativas mundiales en marcha tenga su división de neuroética, en la que se discute qué se debe y qué no se debe hacer en los experimentos de neurociencia.

Además, neurocientíficos como el español Rafael Yuste, ideólogo de la BRAIN Initiative, han puesto en marcha propuestas como la de los neuroderechos, que pretenden adelantarse a los posibles avances para proteger derechos fundamentales. Entre ellos: ¿qué sucederá cuando el cerebro humano se fusione con dispositivos de inteligencia artificial? ¿Cómo se preservará la privacidad de los datos que recojan tales dispositivos? ¿Hasta qué punto los seres humanos conservarán la responsabilidad de sus acciones en esta situación? ¿Cómo puede garantizarse que este futuro cercano no ensanchará la brecha entre ricos y pobres?

Pero hay algo crucial que la neurociencia debe comprender: estas cuestiones trascienden los límites de cualquier campo concreto del saber. Y su respuesta depende en gran medida de qué se entiende por persona humana. Sin olvidar ninguna de sus tres dimensiones: la biológica, la subjetiva y la social.

El reto de alcanzar una neurociencia que las integre tiene que ser acometido en el presente para tener un impacto en las neurotecnologías del futuro. Es un problema humano, y no “transhumano”.

El diálogo con la filosofía y la psicología también es necesario

Sin embargo, parece que la neurociencia de hoy día se encuentra más cómoda dialogando con otras disciplinas científicas como la ingeniería, la informática, la genética o la química que con las que se suelen denominar humanísticas. Así, por ejemplo, ninguna de las siete grandes iniciativas internacionales para estudiar el cerebro considera el diálogo interdisciplinar con la filosofía, la historia, ni siquiera la psicología.

Curiosamente, pero de forma coherente con esta aproximación unilateral, tampoco se propone una comprensión global acerca de la función o el propósito del sistema nervioso. En estas condiciones, ¿es posible alcanzar una neurociencia que aporte conocimientos valiosos para el ser humano? ¿Alcanzaremos una interpretación válida sobre el funcionamiento cerebral, su papel en el conjunto de la persona y en sus relaciones con los demás?

Como escribe Georg Northoff en su libro Unlocking the brain, los avances en el conocimiento del cerebro están proporcionando datos valiosísimos acerca del cómo, pero no acerca del qué del sistema nervioso.

Las siete iniciativas internacionales, representantes de la investigación global en neurociencia, admiten el diálogo con las humanidades en la neuroética. Pero la neuroética actual tampoco discute aspectos fundamentales acerca de la relación entre el cerebro y la mente, su lugar en el resto del cuerpo y las relaciones interpersonales. Es más, por regla general admite la visión antropológica mayoritaria de la neurociencia, que es neuroesencialista y cerebrocentrista. Es decir, que la persona queda reducida a su cerebro.

Reduccionismo versus dependencia

A esto se suma la aceptación acrítica del paradigma computacional, que toma al cerebro como un complejo ordenador. No cabe duda de que el cerebro es un órgano especial en nuestro cuerpo, porque de él depende en buena medida quiénes somos. Pero es preciso distinguir entre reducción y dependencia si queremos respetar la importancia de todas las dimensiones. La reducción sostiene que somos nuestro cerebro; la dependencia afirma tan solo que no podemos comprendernos sin nuestro cerebro.

Comprender la persona como puro espíritu es, sin duda, profundamente erróneo. Pero igualmente lo es no tener en cuenta todas aquellas dimensiones que no solo no son explicadas por las concepciones reductivas del cerebro, que damos frecuentemente por supuestas, sino que son las que dan sentido a este órgano tan especial.

Tampoco hay que olvidar que la visión del ser humano y del papel del sistema nervioso en él también determinará qué tipos de neurotecnologías pueden desarrollarse y para qué pueden emplearse. Cerrando el círculo, este uso enriquecerá o empobrecerá la visión de partida del ser humano, por lo que nuestro futuro está en juego. Si solo somos nuestro cerebro, ¿qué sucede con el paciente que lo tiene dañado? ¿Habrá que dejar de considerarle persona? ¿Dejará de ser poseedor de cualquier tipo de derecho?

Este diálogo necesario es más fructífero cuando se cuenta con investigadores capaces de hablar y comprender el lenguaje de varias disciplinas. Es común invocar la interdisciplinariedad en los proyectos de investigación, pero conviene plantearse si el modo de llevarla a cabo genera preguntas originales y creativas, que son las que ahora precisamos.

En nuestro grupo de investigación distinguimos dos tipos de interdisciplinariedad. Por un lado está la “suave”, que es aquella en que el problema está bien definido desde el principio y se produce una colaboración entre varios campos del saber. Por otro, tenemos la “dura”, en la que el problema en sí es difícil de definir, y solo se alcanza a hacerlo a través del diálogo previo con otros saberes.

Hay temas de investigación cuya complejidad no solo invita a la investigación interdisciplinar dura, sino que la hacen obligatoria. Tal es el caso del problema mente-cerebro, y sus cuestiones derivadas. La compleja naturaleza de la persona demuestra que el reduccionismo enmascara la realidad del objeto que estudia.

Si queremos conocer realmente los secretos del cerebro, los neurocientíficos deben establecer un diálogo abierto y riguroso con filósofos, psicólogos, y con cualquier otro experto que pueda ofrecer una contribución valiosa a una verdadera antropología. Y esto pasa, ineludiblemente, por formar a nuestros jóvenes investigadores en el lenguaje y la práctica interdisciplinar para que puedan entablar ese diálogo.